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Placeres sencillos

En estos tiempos de dura crisis, los que aún no hemos caído en depresión profunda, a la hora de buscar las gratificaciones de la vida, o más concretamente las de las vacaciones, debemos tener siempre en primera línea de la atención los placeres más baratos: respirar aire puro, chapotear en el agua, leer un buen libro –más barato si prestado y no comprado-, oír la radio –hay emisoras muy buenas, programas deliciosos-, etc., etc., etc.

O sea, que hay muchas, muchas gratificaciones baratas o enteramente regaladas.

Entre ellas, la de montar en bici oscila entre baratísima y gratuita. En ambos casos, qué agradable, sobre todo en verano, la marcha en bicicleta. Qué artilugio tan perfecto, tan sencillo y tan mágico este de la bici. Qué lúdico y alegre nos resulta deslizarnos suavemente, desprendidos del suelo, como levitando, pero sin apenas elevarnos, que las alturas, ya se sabe, suelen ser peligrosas.

Montar en bici nos reconcilia con nuestros ancestros los simios: como ellos, en la bici nos desplazamos usando piernas y manos. Las posturas con las que evolucionamos en la bici se parecen a la sucesión de movimientos con los que un chimpancé va cambiando de rama entre las frondas. Observad esta tarde, si ahora no me acabáis de creer, a un ciclista cualquiera del Tour, a Thomas Voeckler por ejemplo. Si os fijáis en los movimientos y gestos de este  excelente ciclista francés, veréis que tienen ese atractivo simiesco que automáticamente le granjean nuestra simpatía y confraternidad.

Y además, lo mismo que nos remiten a nuestro pasado meramente animal, los paseos en bici nos acercan a nuestra parte más divina, más angelical si lo preferís. Montar en bicicleta es volar, aunque sea con un vuelo perdiguero o columbar, libre de ambiciones empíreas. La poca altura nos evita el mareo de creernos otros dioses, u otros Ícaros. No: el vuelo en bici es vuelo humilde, y destaco el adjetivo para recordar su significado etimológico: próximo a la humus, a la tierra.

Así que ya sabéis: sacadla del sótano o del trastero, liberadla de sucias pátinas y de herrumbres, infladle las ruedas, engrasadle la cadena… y a volar como los ángeles, a caminar a cuatro manos como los monos, a disfrutar del aire puro.

La relación con los inmigrantes

Lo escribo sin rodeos y sopesando las palabras: ahí es en primer lugar, en la relación con los inmigrantes, donde habrá que pelear la gran batalla de nuestra época, ahí es donde la ganaremos o la perderemos. U Occidente consigue reconquistarlos, recobrar su confianza, integrarlos en los valores que defiende y hacer de ellos intermediarios elocuentes de sus relaciones con el resto del mundo, o se convertirán en el mayor de sus problemas.

La batalla será dura y Occidente no está ya en muy buena posición para ganarla. Ayer, lo único que le ponía trabas para ese comportamiento eran las dificultades económicas y sus propios prejuicios culturales. Hoy, hay que contar con un adversario de altura: esas identidades dañadas durante tanto tiempo y que se han vuelto dañinas. Antes, los inmigrantes, igual que los pueblos de las colonias, sólo le pedían a la potencia tutelar que se portase como una madre, y no como una madrastra; esos hijos, por despecho, por orgullo, por cansancio, por impaciencia, no quieren ya ese parentesco; enarbolan las señales de su pertenencia original y se comportan a veces como si su residencia adoptiva fuese territorio enemigo. Antaño eficaz, aunque un poco lenta, la máquina de integrar está ahora atascada. Y, a veces, hay quien la estropea con un sabotaje intencionado.

 

Amin Maalouf, El desajunste del mundo. Página 244.

Alianza Editorial. Col. “El Libro de Bolsillo”.

Madrid, 2011. 3ª edición (1ª, 2009).

Traducción de María Teresa Gallego Urrutia.