Conforme hemos ido aumentando las horas que tenemos a los muchachos estabulados, ¡perdón!, escolarizados, ha ido aumentando también el tiempo que ellos dedican a rellenar papel con escritura: cuadernos, cuadernillos, libretas, índices, trabajos, apuntes, castigos… Escritura que después nadie les va a mirar con atención. A veces se corrige en la pizarra –tizarra o electrónica- para que cada cual aplique las correcciones a lo hecho; o el maestro echa un vistazo rápido a cada uno, un pasavolante para cubrir el expediente. Porque lo importante no es el resultado sino el desarrollo, el tiempo invertido, el rato en que el niño ha estado entretenido, en silencio, sin molestar al profesor o a sus compañeros. El resultado, ya se sabía, iba a ser papel para el contenedor del reciclado.
Antes de todo este despropósito, la labor de escribir era algo serio (no menos el proceso de su aprendizaje): se requería una persona letrada, con conocimientos y utensilios que no estaban al alcance de cualquiera. Ahora no tenemos quien no sepa escribir, no tenemos iletrados, analfabetos, pero tenemos un porcentaje alarmantemente alto de semianalfabetos con diez años –o más- de escolarización a las espaldas.
Mientras han ido ganando importancia todos los aspectos relacionados con la salud del cuerpo –la alimentación, la piel, los dientes…-, la ha ido perdiendo la pulcritud intelectual que se cultiva con la escritura. Cada año ha ido aumentando el porcentaje de niños sometidos a la ortodoncia, y disminuyendo el de los sometidos a la ortografía. La mala escritura antes afeaba al sujeto infractor, pero ya no lo afea. Todo se iguala con un “qué más da” o con un “es que yo lo hago así”.
Para arreglar la inquietante deriva llegó la otra inflación escrituraria: un teclado en cada mesa, en cada bolso, en cada bolsillo, en cada par de manos.
Dicen algunos que el escribir sin teclado se perderá. No sé yo… Por la misma vía podría perderse también la escritura de teclado: bastará con hablarle a la máquina… Nadie, en cambio, piensa que vayamos a perder el uso de la marcha pedestre, a pesar de contar con tantos vehículos en los que transportarnos. Tampoco parece que vayan a desaparecer las cocinas de las casas, a pesar de la cantidad de comida precocinada que se consume.
Lo que sí ha ocurrido con tanto teclado es que la escritura, a mano o a teclado, se ha devaluado y se sigue devaluando. Si tengo que contestar a veinte correos electrónicos diarios, ¿cómo me voy a sentir, además, obligado a escribirlos bien? Y si no le doy importancia a hablar bien, ¿por qué se la voy a dar a escribir bien? Máxime, cuando ya están confundidos ambos actos. Mi hija Hebe, cuando está intercambiando mensajes escritos con alguna amiga, dice que está hablando con ella.
Yo me inclino a creer que siempre habrá quienes escriban bien, incluso muy bien. Pero si cada vez se valora menos esa peculiaridad, esa virtud, a los benescriptores no les quedará otra, cuando estén escribiendo, que sentirse como Ocnos, el de Cernuda o el de Goethe: trenzando los juncos que va a comer su asno.
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