Mientras releo el último –por ahora- libro de poemas de mi poeta de cabecera, Miguel d’Ors –Átomos y galaxias. Renacimiento. Sevilla, 2013-, me surgen, una vez más, algunas consideraciones en torno a la escritura de los versos; a su presentación visual ante el lector, me refiero.
Actualmente la poesía tiene un público minoritario, pero no siempre ha sido así. No tuvo un público minoritario el romancero, con su avalancha de octosílabos, ni Lope de Vega, ni el fabulista Samaniego.
Desde hace un siglo, desde las vanguardias, sucede como si los poetas se hubieran ido dejando ganar por el lema gongorino y juanramoniano de “a las minorías siempre”.
Ni minorías ni mayorías. El poeta, que escriba lo que tenga que escribir. Y punto. Eso sí: tanto el poeta como el editor de poesía deben asumir una obligación respecto al público lector: la de facilitarle todo lo posible la lectura.
La poesía es música: una música sutil. Yo, alguna vez, les he dicho a mis alumnos que un poema es una canción tan buena que no necesita música, porque ya la lleva puesta. Y algunos alumnos, lo puedo asegurar, han dado muestras de entenderme.
La poesía española alcanzó el clasicismo con Garcilaso, hace ya la friolera de medio milenio. El poeta toledano enseñó las hermosuras del verso endecasílabo; y desde entonces los poetas no han querido renunciar a plasmar sus emociones y visiones en ese verso de origen italiano. Ni a su combinación con el heptasílabo. Ni a su combinación con el alejandrino, que ya llevaba trescientos años inventado cuando escribía sus poemas Garcilaso.
Los poetas, muchos buenos poetas de las últimas generaciones, han tenido la firme voluntad de mantenerse en la fértil senda de la tradición, pero al mismo tiempo han luchado por innovar, por alejarse del sambenito de copiones. Han querido seguir haciendo endecasílabos, o endecasílabos combinados con heptasílabos y alejandrinos, pero dando, al mismo tiempo, la impresión de que están haciendo otra cosa. Una actitud muy humana: querer una cosa y la contraria: “arreglá, pero informal”, que cantaba la Martirio. Y mucho antes de que lo cantara la Martirio lo ejemplificó Pepita Jiménez cuando “se arregló” para su encuentro con el curilla don Luis de Vargas: dos horas arreglándose para que no pareciera que se había arreglado.
Lo mismo hacen ahora los poetas: escriben versos medidos, alejandrinos o endecasílabos, pero no quieren que se note, que solo los entendidos, una minoría, sepan que los están usando. Pues yo no entiendo esa actitud. No sean ustedes tan enrevesados.
Una vez escrito, el poema es el mismo tanto escrito a mano como escrito en Verdana 12 o recitado por una hermosa voz varonil. El poema no pierde ni gana: perderá o ganará la percepción del poema por parte de algunos receptores. Ahora bien, si ciertas convenciones en la escritura pueden ayudar a que el lector lego aprecie la belleza y perfección del poema, del poema de versos medidos –los versos libres son otra cosa-, ¿por qué no usarlas?
De modo que yo ahora propondría unos cuantos detalles gráficos que creo favorecerían la lectura:
- Sustitución de las cifras por sus expresiones equivalentes en palabras.
- Indicación de las cesuras mediante cuádruple espacio.
- Uso del signo diéresis siempre que esta se produzca.
- Adaptación de la tilde, o supresión de la misma, en los casos de sinéresis que lo requieran.
Además, claro está, de la alineación al centro en la escritura con procesador de textos –la habitual actualmente-, que refleja mejor lo que es un poema en verso: no una escritura de líneas inacabadas, sino una estructura de unidades rítmicas, que van descendiendo desde las alturas hasta posarse en tierra, como el vuelo de un ave o el de un ángel.
Copio ahora el poema “Pétalo” –léanse el libro entero, Átomos y galaxias, si quieren saber lo que es poesía de la buena y de hoy-: primero, como aparece en el libro; y a continuación, con los cambios gráficos que acabo de proponer. Lo hago sin permiso, aunque espero que con el perdón anticipado, del autor.
PÉTALO
Para mi hermano Javier
¿De qué jardín inglés y de qué hora
de aquel 1931
te recogió la mano de mi padre,
aquella mano juvenil que acaso
llegaba de tocar momentos antes
las terracotas griegas del Museo
Británico –tenía un permiso especial-
o de afanarse en traducir la oda
de Keats sobre la urna griega? ¿De qué serías
símbolo, qué recuerdo
estabas encargado de guardar
junto a los versos de “A Runnable Stag”
de John Davidson en The GoldenTreasury,
sobre los que dejaste, con el tiempo de cómplice,
página 421,
esta marca que casi parece un corazón?
Hoy, 23 de abril de 2012,
después de tantos años sepultado en el libro,
te sorprendió mi mano. Y, al tocarte,
en tu delicadeza frágil de mariposa
he tocado de un modo misterioso
la mano de aquel chico que entonces no sabía
que sería mi padre; aquella mano
que siete años después empuñaría
un máuser en el frente de Gandesa,
la que fatigaría códices y papiros,
la misma que en 1946,
frente al orballo de Santiago, iba
a acariciar, en bienvenida al mundo,
la diminuta mía: ésta que ahora, otoñal,
ante ti, transparente y enigmático pétalo,
termina, conmovida, este poema.
24-IV-2012
PÉTALO
Para mi hermano Javier
¿De qué jardín inglés y de qué hora
de aquel mil novecientos treinta y uno
te recogió la mano de mi padre,
aquella mano juvenil que acaso
llegaba de tocar momentos antes
las terracotas griegas del Museo
Británico –tenía un permiso especial-
o de afanarse en traducir la oda
de Keats sobre la urna griega? ¿De qué serías
símbolo, qué recuerdo
estabas encargado de guardar
junto a los versos de “A Runnable Stag”
de John Davidson en The GoldenTreasury,
sobre los que dejaste, con el tiempo de cómplice,
página cuatrocientos veintiuno,
esta marca que casi parece un corazón?
Hoy, veintitrés de abril de dos mil doce,
después de tantos años sepultado en el libro,
te sorprendió mi mano. Y, al tocarte,
en tu delicadeza frágil de mariposa
he tocado de un modo misterioso
la mano de aquel chico que entonces no sabía
que sería mi padre; aquella mano
que siete años después empuñaría
un máuser en el frente de Gandesa,
la que fatigaría códices y papiros,
la misma que en mil nove cientos cuarenta y seis,
frente al orballo de Santiago, iba
a acariciar, en bienvenida al mundo,
la diminuta mía: ésta que ahora, otoñal,
ante ti, transparente y enigmático pétalo,
termina, conmovida, este poema.
24-IV-2012
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