En la literatura, creo que el personaje al que más le cuadra ser la patrona de los mendigos es Ariadna, la joven princesa hija del poderoso rey Minos. Traiciona a su familia por amor a Teseo y se fuga con él, pero este la abandona en Naxos. Qué mal quedaría la pobre de autoestima. Lo más probable es que se dedicara a envenenarse con vino barato, mendigando y vagabundeando por las inmediaciones del puerto. Hasta que la encontró Dioniso, Baco, el dios que supo ver en ella la belleza escondida debajo del abandono y de la mugre.
Pasar de príncipe a mendigo no es tan raro. En La novela de un literato -que no es una novela sino un extenso diario sin fechas en el que queda muy bien retratada la paupérrima bohemia literaria de las primeras décadas del siglo XX en Madrid- hay un capítulo, en el segundo volumen, titulado “Cómo se hunde un hombre”. En él un tal cubero explica a sus colegas:
Tres o cuatro días bastan para hacer de un burgués relativo un vagabundo, el tiempo que tarda en ensuciársele a uno la camisa, ajársele la tirilla, llenársele de barro las botas y crecerle la barba y el pelo. Si en ese breve plazo no encuentra el hombre quien lo salve, está perdido.
El paso inverso, una recuperación divina al estilo de la de Ariadna, es más infrecuente, aunque no imposible.
España ha sido siempre país de pobres. Lázaro de Tormes fue, ante todo, mozo de un ciego mendicante. Y la literatura realista española del siglo XIX está atestada de mendigos. A Pérez Galdós, más que el apelativo de Garbancero, que recordábamos en una entrada reciente, se le debería haber adjudicado el de Mendiguero, pues escribe mucho más que de los garbanzos, de los carentes de garbanzos, de los mendigos. Por ejemplo, al comienzo de su novela Misericordia, describe cómo ocupan estos las dos entradas de la iglesia de San Sebastián, en Madrid. Y los llama “la cuadrilla de la miseria”, “guardia de alcabaleros que cobra humanamente el portazgo en la frontera de lo divino”, “intrépidos soldados de la miseria”, y otras lindezas. Añade el narrador que entre ellos “los hay constituidos milagrosamente para aguantar a pie firme las inclemencias de la atmósfera”.
Lo cual sin duda era verdad en Madrid. Pero las inclemencias de la atmósfera de Madrid no son tan letales como, pongamos por caso, las de Berlín. Por eso Julio Camba, en Berlín, en una crónica de febrero de 1913, escribe que “en estos países de nieve no hay vagabundos ni pájaros. Los unos y los otros necesitan climas mejores.”
Y así, actualmente, mientras muchos jóvenes españoles emigran a los países nórdicos, buscando el abrigo contra la miseria en lugares de tanta adversidad climática, algunos jóvenes nórdicos se vienen a España a practicar exitosamente la mendicidad. Jóvenes como el que, hace un par de días, me abordó, postulante, a mí mismo. Lleva por lo menos un año deambulando por el barrio. Grandón, delgado, encorvado y semidescalzo, cubierto, invierno y verano, con un edredón mugriento a modo de capa o casa.
Qué pena nos inspiran estos jóvenes mendigos, y qué asombro que sobrevivan durante tanto tiempo entre tanta inclemencia.
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