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Las impaciencias juveniles

A la mesa. Hora de la cena. Mis hijas Alma y Hebe ya han terminado, mientras que yo comienzo a dar cuenta de mi ensalada y demás. Marga ya ha pasado al siguiente capítulo de este fin de jornada. Hebe y Alma han colocado en la mesa la tablet de Alma y atienden a un vídeo. En You Tube seguramente, pienso. Una voz en off, en inglés, expone algún tema. Mientras, una mano mágica escribe o dibuja en una pizarra a velocidad supersónica, o subsónica. Es lo que yo, con poca claridad, aprecio, echando alguna mirada de soslayo. De lo que dice el orador, yo, que no sé nada de inglés, no entiendo nada. Ellas lo siguen silenciosas y atentas; y yo sigo cenando en silencio. ¿Cuánto dura el vídeo, ocho minutos? Al final, Hebe comenta: “Está muy bien.” Alma tiene la deferencia de resumirme:

Los jóvenes de nuestro tiempo están acostumbrados a tener un papel activo y decisivo sobre la información que les interesa y a la que quieren atender. Su respuesta puede ser todo lo rápida que ellos decidan que sea. Por eso, cuando llegan a las clases donde un profesor organiza el tiempo con criterios tradicionales, los alumnos se aburren, desconectan, comienzan a odiar hasta el nombre de la asignatura que les toca.

El sistema educativo en este país es, lo hemos dicho tantas veces, pésimo. Pero no se resolvería, estaría bueno, con que cada muchacho pudiera elegir, en cada momento de la jornada, en clase o en casa, la tarea inmediata. Porque siempre elegiría la instantáneamente más grata, no la más conveniente.

Los aprendizajes, casi todos ellos, y siempre los más importantes, tienen una parte penosa que resulta tanto más ardua cuanto más prolongada, y más prolongada cuanto más penosa. Es verdad que hay aprendizajes supergratos: un chaval se hace un excelente futbolista jugando muchas horas al fútbol y pasándoselo casi siempre como dios. Pero probablemente el que quiere ser guitarrista tiene más horas laboriosas, vive más momentos de desazón y duda. Y el que quiere ser químico, o médico, o ingeniero, o maestro.

Educar no es dejar al niño al albur de su espontaneidad y de su autocontrol. Es un proceso largo, lento, con momentos felices y muchos ratos de duro esfuerzo. El resultado será que un joven profesional podrá pasarse las horas en un vuelo haciendo lo que le gusta: arreglando un coche, ensayando un baile, atendiendo  a unos pacientes u operando en un quirófano. O traduciendo un libro. El que yo estoy leyendo ahora (acojonantemente bueno) tiene 1212 páginas, y lo ha traducido Jordi Fibla. ¿Cuántas horas de su vida ha dedicado Jordi Fibla a traducir este libro, esta Trilogía americana? ¿Y cuántas el autor, Philip Roth, a componerla?

Todas las tareas humanas importantes requieren un esfuerzo y una dedicación prolongados. Es verdad que, en las primeras etapas de la formación, esos esfuerzos tienen que ser dosificados y graduales; pero si la elección de la dosis se dejara al arbitrio de los educandos, ya habríamos sucumbido, no habríamos sobrevivido como especie: el homo nudus se habría convertido en el homo exstinctus.