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Anécdota

Lo que tiene ser jubilado y anarcoreta

Transito, hoy sábado, por el paseo de la playa y lo único que se me ocurre es: “La playa pierde con la gente”.

Sé que mi juicio es injusto, que los canes, los niños, los gritos, los coches-discoteca, los biciacosos son cosas de la vida. Pero yo me mantengo en mi injusto pensamiento: “El dominguerismo afea la playa incluso los sábados”.

Perdonadme, niños. Yo sé que sois la delicia del presente y la fuerza y riqueza del futuro; que tenéis derecho a vuestros canes caganes, a vustras bicis chirriantes y a vuestras madres gritonas. Perdonadme. El mar, a cuya hermosura acudimos, cuya hermosura ignoramos, nos perdona a todos.

Salgo del paseo de la playa por la Cuesta de los Delfines, que no es muy larga pero es muy pendiente. Cuando voy ya acometiendo su segundo tercio, las únicas voces que me llegan, desde el comienzo de la cuesta, son las de una juvenil pareja: en torno a los dieciocho años, deduzco de la frescura de las voces. Las voces: porque se hablan a voces aunque –no lo puedo jurar, no me vuelvo para mirar- deben de estar entre sí no más distantes  de un par de metros. El muchacho da a la chica indicaciones sobre los cambios de marcha: “Dale ar botón gordo, ar botón gordo”. La chica suelta una ola de risa y en seguida le resume al chico el motivo: “M’he peío”.

Me sorprende la frase. Hasta el punto de que ya no oigo más sus voces. Sigo acometiendo la empinada cuesta, en la que, en efecto, nada tiene de raro que el escape se active. Y no voy a hacer comentario de texto de una frase tan breve. La frase aculatoria, perdón, acusatoria, perdón, aclaratoria, de la inexperta ciclista.