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Como putas

Quizá durante mi infancia y primera adolescencia, yo fui desarrollando talentos (recuerden la parábola evangélica: “A uno dejó cinco talentos; a otro, dos; a otro, uno.”) adecuados para poder haberme dedicado a la escritura creativa. Con frecuencia recibí elogios de mis profesores, e incluso de amigos mayores, por la página redactada, por el poema compuesto. Pero, hacia esa posible futura profesión, ni nadie me animó ni yo me sentí llamado. Donde sí vi que podría desarrollar laboralmente mi vida fue en la enseñanza. Yo constataba día a día lo que hacían los profesores. Los buenos profesores, que tuve muchos, cada uno a su manera, “con su librillo”. Malos, tuve muy pocos. Alguno al llegar a la Facultad (se veía que los criterios de selección en la Universidad eran distintos, o que yo me había vuelto más exigente).

El caso es que cuando alcancé la doble licenciatura, la de la Facultad y la del Glorioso Ejército Español (en el que ingresé al mes y medio de morirse Franco), no me veía formado, suficientemente formado, para ser profesor. Así que me busqué otros trabajos o errabundeé a la búsqueda del yo que quería ser.

Y fue al cabo de una década cuando decidí buscar y encontré trabajo en la honrosa institución: me convertí en profesor de instituto. Profesión que he ejercido durante veintisiete años. Muy volcado en el trabajo. A mucha honra. A pesar de que la cosa, la casa, comenzó a degradarse con la LOGSE. Y en ello sigue. Y me temo que va a seguir con la Ley WERT. No obstante, antes de mi último curso, me fue llevadera y suficientemente grata mi labor. El último, “sin en cambio”, se me hizo largo y amargo. Así que me alegré de que sonara la campana de la jubilación.

¿Estoy haciendo balance? No… Solo un apunte provisional… En el que considero que cualquier empleo –cualquier función que desempeñamos porque la sociedad lo demanda- remunerado y supervisado por alguien que ejerce una autoridad, es similar al de las putas: nos debemos al cliente. Al cliente presente, no al cliente posible ni al cliente ideal; al cliente de cada momento o de cada encamada. Y si el cliente es un necio, ya lo escribió Lope de Vega –en verso, que era como a él le gustaba escribir-, la puta trabaja en necio, para dar gusto al cliente.

Tan solo una profesión se salva de tal servidumbre. No la de Lope de Vega, que era, dicho sea sin ánimo de ofender, más puta que las gallinas. Sino la profesión del artista de verdad. Del que no pone nada por encima de su arte: ni el dinero, ni el amor, ni la familia, ni la salvación eterna; así que no digamos la gota de miel del éxito o la gloria.

El arte es un señor tiránicamente exigente. Aunque a algunos de sus servidores les concede el privilegio de no morirse de hambre ni de hastío, sino que sigan viviendo y acrecentando sus talentos para alimento del propio arte.

Los demás amos, por aquí y por ahora, son bastante más benignos, como los clientes normalitos de las putas.