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Nunca digas «nunca mejor dicho»

Es muletilla o cliché con que rematamos, con demasiada frecuencia, una frase. Aunque no queramos darle el sentido literal que tiene, ese sentido literal está ahí, audible, visible, palpable y estúpido: “Entre los quinientos millones de hispanohablantes actuales, entre los miles de millones de hispanohablantes de todas las épocas a lo largo del milenio de historia del castellano, no ha habido ninguno que haya sabido formular esta idea tan bien como yo”.

Normalmente empleamos dicho dichoso dicho cuando captamos que la frase que acabamos de pronunciar o de escribir, generalmente otra frase hecha, es válida tanto en su sentido figurado como en el literal.

En una novelita que, con mucho gusto, acabo de leer –después diré cuál-, el narrador principal, estudiante universitario de veintitrés años, evita en parte la nefanda frase de la siguiente forma:

[…] comienzo a olerme por dónde van los tiros, nunca mejor utilizada la expresión. (Pág. 125).

O sea, sólo la ha evitado en un tercio: de las tres palabras que la componen, ha dejado las dos primeras y ha dado un rodeo para no decir la última. Y ha mantenido el petulante sentido literal. El muchacho –puede interpretar el lector por el contexto- ha comenzado a barruntar que a donde lo quiere llevar su profesor de “taller de narrativa” es a que conozca algo o a alguien relacionado con actividades bélicas del ejército español: por ahí van los tiros.

El lector continúa, ya encariñado con su novel novelista, con su Lázaro –así se llama el personaje-, y sesenta páginas más adelante se encuentra lo siguiente:

[…] la serenidad a prueba de balas, nunca mejor dicho, que se advierte en la voz del capitán”. (Pág. 186).

 Aquí Lázaro, como vemos, lo suelta tal cual. El capitán, con su tropa, está en pleno combate y no pierde la calma: “serenidad a prueba de balas, nunca mejor dicho”.

El buen escritor no utiliza los dichos populares de manera espontánea, sino que, cuando ello le viene bien, le retuerce el pescuezo a alguno de ellos, y le hace significar lo que él, en ese pasaje concreto, decide que signifique, sin que por ello deje de evocar el significado del que se le despoja. Cervantes en eso, como en todo lo demás, era un consumado maestro. Leamos el Quijote.

Aunque no por ello debemos dejar de leer otros libros que, si no son tan buenos, tampoco son malos. Cuando yo tenía diez o doce años, los únicos libros que entraban en mi  casa eran las novelas del oeste o policíacas que mis hermanos, mayores, cambiaban en el quiosco. Yo leí muchas de aquellas novelas, de lo cual sigo alegrándome.

Como me he alegrado ahora de haber leído este penúltimo libro de Lorenzo Silva, Niños feroces, una novela juvenil, primeriza, apasionada, bien trabajada, como corresponde a su prometedor personaje, este Lázaro que escribe bajo la tutela de su profe de narrativa, que también se llama Lázaro. Lo que a mí, como es lógico, me sabe a guiño del autor: Lázaro es un casi perfecto anagrama de Lorenzo.