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Una docena de uvas

O de en habiendo, que es el nombre con el que, en esta casa, de vez en cuando, las nombramos. Aludimos así al refrán que, aunque sea incidentalmente o por poner una imagen contrastante, canta las excelencias de esta fruta:

Cada cosa, a su tiempo;

y uvas, en habiendo.

 Un refrán interesante. Recomienda previsión y orden para realizar todos nuestros actos o tareas. Con una poderosa excepción: comernos unas uvas, a cualquier hora del día nos va a sentar bien.

De niño oí muchas veces, con frecuencia en mi misma familia, contado por mi padre o mis tíos, el cuentecillo de que Dios concedió a San Pedro la elección de una planta que, en lugar de una cosecha al año, como todas las demás, sería privilegiada con tres cosechas. A San Pedro, que estaba en ese momento algo achispado –era un poquito borrachuzo- se le enredó la lengua y, por decir la parra, dijo la alcaparra. De modo que la parra se quedó en su naturaleza de una sola cosecha cada año.

Aunque, si bien se mira, si no la triple cosecha, sí que podríamos decir que la planta tiene una triple naturaleza, puesto que su cultivo se ha diferenciado tan netamente en tres tipos: el de la cepa baja y humilde, el de la parra alta de parral, y el de la que se desarrolla y asocia con sus vecinas en espaldera y alcanza la mediana altura  de una persona.

En todo caso, lo importante es la bondad del fruto, apetecible hasta lo lujurioso a cualquier hora del día, en cualquier estación del año o de la vida.

Y en cualquier momento de sazón: cuando aún no están maduras del todo, algo agraces y con máxima virtud depurativa; cuando están en el esplendor de la madurez, con su más lozano brillo y tersura, si bien protegidos por la capa última de cera; cuando se han ido secando y arrugando como viejecitas.

Y con cualquier acompañamiento culinario: qué delicias las del pan con queso y uvas; las de una carne en salsa en la que las uvas van saliendo al paso como dulces tropezones; las del gustoso contraste que provocan en una ensalada.

Hay, sin embargo, un momento del año en el que comerse unas uvas forma parte de un estúpido rito, atragantándose con ellas como un pavo. Como un pavo al que el trauma navideño hubiese vuelto majareta.

Viendo con cuánto entusiasmo y diversión practicamos este rito cada año –tan fomentado desde las televisiones, esas terribles máquinas de idiotizar-, me digo a mí mismo que, tristemente, cuanto más tontorrona es una tradición, más éxito tiene.

En fin. Cómanse ustedes una docena, o varias, de uvas siempre que les apetezca; en habiendo, claro. Pero no juguemos con las cosas de comer, si ya no somos niños; ni las asociemos con supersticiones, que ya no estamos en la Edad de Piedra.