El ejército de Saladino se ha desplegado por una fértil llanura cubierta de árboles frutales. Detrás se extiende el agua dulce del lago de Tiberíades, cruzado por el jordán, mientras que, más allá, hacia el nordeste, se perfila la majestuosa silueta de los altos del Golán. Cerca del campamento musulmán se eleva una colina coronada por dos cumbres, que recibe el nombre de “los cuernos de Hattina”, por el nombre de la aldea situada en su ladera.
El 3 de julio, el ejército franco, compuesto por unos doce mil hombres, se pone en marcha. El camino que tiene que recorrer entre Saffuriya y Tiberíades no es largo, como mucho cuatro horas de marcha, con tiempo normal. Sin embargo, en verano, este espacio de tierra palestina es totalmente árido, no hay ni fuentes ni pozos y los ríos están secos. Pero, saliendo temprano de Saffuriya, los frany no dudan en que podrán apagar su sed a las orillas del lago por la tarde. Saladino ha preparado cuidadosamente la trampa. Durante todo el día sus jinetes acosan al enemigo, atacándolo tanto por delante como por detrás y por los flancos, arrojándole sin cesar nubes de flechas. De esta forma infligen a los occidentales algunas pérdidas y, sobre todo, los obligan a ir más despacio.
Poco antes de la caída de la tarde, los frany han alcanzado un promontorio desde cuya altura pueden dominar todo el paisaje. Justo a sus pies se extiende la pequeña aldea de Hattina, unas cuantas casas de color terroso, mientras que, al fondo del valle, centellean las aguas del lago Tiberíades. Y más cerca, por la verde llanura que se extiende a lo largo de la orilla, el ejército de Saladino. ¡Para beber, hay que pedirle permiso al sultán!
Saladino sonríe, sabe que los frany están agotados, muertos de sed, que ya no tienen ni fuerzas ni tiempo para abrirse paso hasta el lago antes de la noche y que están condenados a permanecer hasta que llegue el día sin una gota de agua. ¿Podrán realmente combatir en estas condiciones? Aquella noche Saladino reparte el tiempo entre la oración y las reuniones de estado mayor. Al tiempo que les encarga a varios de sus emires que vayan hasta la retaguardia del enemigo para cortarle la retirada, se asegura de que cada cual ocupa la posición correcta y le repite las instrucciones.
Al día siguiente, 4 de julio de 1187, con las primeras luces del alba, los frany, completamente rodeados, aturdidos por la sed, intentan desesperadamente bajar la colina y alcanzar el lago. Los infantes, que han sufrido más que los jinetes con la agotadora caminata de la víspera, corren a ciegas, llevando sus hachas y mazas como quien lleva una carga, y van a estrellarse, oleada tras oleada, contra un resistente muro de sables y lanzas. Los supervivientes se ven rechazados en desorden hacia la colina, donde se mezclan con los caballeros que ya están convencidos de la derrota.
Amin Maalouf, Las cruzadas vistas por los árabes.
Título original: Les croisades vues par les Arabes.
Traducción de María Teresa Gallego y María Isabel Reverte.
Alianza Editorial.
Vigésima reimpresión de la primera edición.
Madrid, 2010.
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