Acabo de buscar el pasaje en el libro, pero no lo he encontrado. Lo cuento de memoria. Es una reunión de mujeres mayores, judías, enlutadas, graves. Sentadas en torno a una mesa camilla o similar. No hablan. A una se le escapa un suspiro: “¡Ay!” Siguen en silencio, pasa un rato. A otra se le escapa otro suspiro: “¡Ay!” Pasa otro rato, y una tercera con lo mismo. Lo que hace estallar a una cuarta, enfadada: “¡Habíamos quedado en que hoy no íbamos a hablar de los hijos!”
Lo cuenta Paul Auster en su estupendísima autobiografía, Diario de invierno. Lo leí hace un par de años y tendría que volver a leerlo. Ya.
Hablar de los hijos es hablar de uno mismo. Lo cual es feo casi siempre –no cuando un buen escritor cuenta su propia vida-.
Una breve incursión en el siglo XIV: El conde Lucanor. Ahora la cita, breve, sí va a ser literal: “Todos los hombres se engañan en sus hijos, en su apostura, en sus bondades y en su canto.” En buena medida, equivalente al proverbio moderno: “Nadie es buen juez de sí mismo”. Por tanto, insistamos: mejor no hablar de uno mismo, ni para bien ni para mal. Pero fijémonos en el proverbio de Don Juan Manuel y en el orden en que aparecen sus términos:
- Hijos.
- Apostura: prestancia, gallardía física, estampa.
- Bondades: cualidades morales.
- Canto: dotes musicales y, por extensión, dotes artísticas en general.
¿Qué es lo primero, lo más nuestro, lo más nosotros mismos? Nuestros hijos. Antes que nuestro aspecto físico o nuestras cualidades morales o artísticas. Nuestros hijos.
Pasan los años. Los hijos se ponen mayores. Se independizan. Desarrollan sus profesiones –o no-. Tienen hijos –o no-. Para los padres siguen siendo “lo más nuestro”.
Los padres de mi generación, nacidos en los años cuarenta y primeros cincuenta, tuvimos una infancia difícil, con muchas carencias. Fuimos saliendo adelante y mejorando nuestras condiciones de vida con esfuerzo constante. Ya alcanzado un satisfactorio nivel de vida, hemos criado a nuestros hijos en la cultura del bienestar. Volvía el niño del cole; y, lo primero: “Hola, cariño, ¿lo has pasado hoy bien en el cole?”
Hoy nuestros hijos no lo pasan bien. Son jóvenes en edad de estar empeñados en sus primeros lustros laborales, son treintañeros con una más que suficiente cantidad de años de preparación académica. Pero les falla el trabajo. Son guapos, listos y fortotes. Pero les falla la relación de pareja. Son buenas personas. Pero les hemos fallado los mayores. Les hemos fallado los padres, la sociedad, la vida. Parecía que, con tanta preocupación por su felicidad, se la teníamos asegurada. Pero son infelices. Lo son aunque no les falta la buena comida ni la buena ropa; ni la libertad en el hogar paterno y fuera de él: libertad sexual, política, religiosa…
¿Qué haremos? No sé. Continuar la vida. Muchos de los padres de mi generación tienen aún padres; tienen que dedicar mucho tiempo de sus vidas de jubilados, o cercanos a la jubilación, a cuidar de sus propios padres, nonagenarios. Mientras sus propios hijos agonizan, unamunianamente hablando, en la insatisfacción, el descontento, la frustración.
¿Qué futuro nos espera? No sé. Yo, por lo pronto, voy a seguir leyendo mi novela.
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Me ha suscitado curiosidad en cuanto a Paul Auster, buscaré acerca de él.
Soy uno más que convive día a día y pertenece a esos jóvenes descontentos. El fallo está, según mi punto de vista -que no es el absoluto- en que existen una serie de «privilegios»: la juventud anterior los consideraba privilegios porque eran coscientes del esfuerzo que suponía lograrlos, pero la mayoría de integrantes de la sociedad actual no los ve con los mismos ojos. A los verdaderos privilegios, obtenidos en el pasado y regalados a la juventud actual, hay que añadir unos falsos privilegios (privilegios modernos) que crean una falsa relación de dependencia y que realmente no responden a ninguna necesidad.
Ambos tipos de privilegios no hacen más que confundir, dar falsas sensaciones de bienestar (mi iPhone 5 compensa con creces el vacío provocado por la mala calidad en la comida.) y falsas sensaciones madurez (soy genial; descubrí qué es el amor a los 14 años, y empecé a fumar a los 16. Mi madre es insoportable, no hace más que decirme que si he comido, la pobre está «chocheando». Pastillita anticonceptiva.), «yo controlo». Todo ello retroalimentado por la misma sociedad, lo que degenera la situación aún más.
Hay algunos que se ven obligados, debido a la desconfianza y falta de autoestima, a fingir que es uno más, adoptando malos vicios, etc. De tanto actuar puede uno llegar a convertirse en el personaje representado.
Creo que será como siempre: personas conscientes, y, personas no conscientes, de la situación, cada uno seguirá lo que su instinto le dicte, y al final, la mayoría ganadora será la responsable de llevarnos, o bien a la tercera guerra mundial, o a un agradable y asequible mundo en el que cualquier persona sea feliz.
Usted mismo lo ha dicho: «¿Qué futuro nos espera? No sé.». Ha concluido en incertidumbre; yo me encuentro en ella sin haberla concluído, así que -evidentemente- me lleva ventaja en cuanto a predicciones se refiere. Yo no tengo la menor idea acerca del futuro. Son demasiados factores los que intervienen…
Que conste que no critico de forma destructiva a mis contemporáneos. No es su culpa. Simplemente hago una reflexión acerca de «la sociedad» como ente. He visto, por suerte, más buenas acciones que malas acciones en momentos últimos y decisivos.
PD: «Hablar de los hijos es hablar de uno mismo». No lo entiendo. Quizá si algún día soy padre lo entenderé.
Un saludo!
Si algún día te conviertes en padre, lo entederás; no solo con tu mente: lo entenderás con todo tu cuerpo. En cuanto al futuro: mi voto también para la esperanza, y para esa bondad que ves mayoritaria. Y, claro, no caigamos en formas de asociación o de protesta destructivas o autodestructivas. Dedicándonos a construir lo bueno, lo malo se irá muriendo de inanición.