Para el intelectual, todo el mundo es espectáculo. Nada de raro tiene que uno de los intelectuales más solventes de la cultura española, Ortega y Gasset, reuniera una muy amplia -ocho volúmenes- colección de ensayos con el título general de El espectador. El intelectual observa atentamente la realidad en torno suyo, sin descartar nada, porque, para usar la famosa expresión de Terencio, nada de lo humano le es ajeno. Y todas sus observaciones las va pasando por el alambique de su inteligencia primero, y después por el de su pluma, máquina dactilográfica o procesador de textos.
La gente corriente, para ver algo espectacular, tiene que ir al cine, al teatro o al estadio. O a ninguno de esos lugares creados ad hoc, porque ya lo tiene en las varias pantallas de su domicilio o en la que lleva en su bolsillo.
El hombre discreto sí ve, y contempla, un espectáculo sin necesidad de asistir a una función de teatro o de mirar una pantalla: lo ve en un paisaje rural o urbano, en una puesta de sol, en el juego de unos niños en el parque, en el rostro de un anciano. El hombre discreto, sin ser un intelectual, mira y considera.
En los últimos años, el escritor y premio Nobel de literatura Mario Vargas Llosa nos ha venido llamando la atención sobre un fenómeno de nuestro tiempo: la necesidad de convertirlo todo en espectáculo, porque solamente lo espectacular tiene poder para atrapar la atención de la gente. Una novela de quinientas páginas no es un espectáculo, ni lo es tampoco un artículo de dos. Ni tampoco, oh paradoja, una comedia de Jardiel Poncela o de Mihura, donde los personajes hablan mucho pero no se les entiende.
La generalización del uso de las pantallas, a partir de las primitivas televisiones en blanco y negro, ha ido originando una sociedad analfabeta, necesitada de fuertes estímulos sensoriales para lograr lo que le gusta: quedarse embobada ante algo. Sin mayor consecuencia, solo por el gusto de pasar el tiempo, de matar el rato. sin pensar, claro está, en el carácter suicida de tal actitud de «matar el tiempo»; porque eso es lo único que tiene un precario ser vivo: un poco de tiempo.
Pero hay algo más aberrante aún, en esta sociedad actual que compartimos. Ayer me hizo pensar acerca de ello Lucía Méndez con su columna en El Mundo. La autora la ha titulado «Paco Granados y el ‘pudoricidio'». Como el sujeto de tal nombre, Paco Granados, lleva unos días en el triste candelero de las desvergüenzas, nos podemos hacer una idea del contenido del breve artículo. No obstante, creo que merece la pena copiar aquí íntegro el primero de los cinco párrafos que lo componen:
HACE un par de años el escritor Miguel Dalmau publicó un libro original y turbador. Lo tituló El ocaso del pudor, un amplio análisis histórico y extraordinariamente documentado sobre la muerte de ese sentimiento de vergüenza –pudere en latín– que constreñía a nuestras abuelas y del que carecen por completo las mujeres de hoy. Dalmau habla de la extinción del pudor femenino y acuña el concepto «pudoricidio» como expresión última de la exhibición sin tapujos de la intimidad en la galaxia internet, en la publicidad y en las televisiones.
No creo que el libro al que hace referencia -no lo he leído y ni siquiera sabía de su existencia- ciña el fenómeno a las mujeres. El cualquier caso la columnista nos hace ver que ello es una característica generalizada en nuestro mundo, observable tanto en hombres como en mujeres.
No nos conformamos con asistir embobados a un espectáculo detrás de otro para pasarlo bien. Pronto nos llega el deseo de ser, no espectadores sino actores y protagonistas. Y para ello, lo mismo que el actor profesional debe haber superado el miedo escénico, la persona corriente que quiere convertirse en parte -lo más importante posible- de este moderno espectáculo inagotable, tiene que perder el pudor, porque cuanto más íntimo sea lo que muestra en escena, más gancho tendrá.
De modo que, cuando existía el pudor como un valor social, el que contravenía los usos establecidos por ese valor, era un impúdico. Pero si el fenómeno se extiende, nadie es impúdico, porque es el pudor el que ha muerto: lo hemos matado entre todos.
Pero ¿de verdad podemos creer que no es una mutilación de la condición humana la pérdida del pudor?
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