El mundo, con frecuencia, por más que no queramos, nos pone ante los ojos y ante las narices su cara más amarga: horrores, violencia, enfermedades, miseria. Pero el mundo también tiene otra cara opuesta a la anterior, en la que triunfan la belleza, la magnanimidad, la ternura, la armonía.
Para aliviarnos de los continuos agobios que nos produce el contacto con la primera, buscamos, con todas las reiteraciones posibles, la caricia de la segunda cara de las mencionadas, la de la belleza.
Por ello algunas personas, creo que no muchas, dedican parte de su tiempo de ocio a transitar a pie -la única manera natural de trasladarse el ser humano- por parajes de montaña, de ribera, de costa, en los que todavía sigue ejerciendo su dominio la mano serena de la naturaleza, a veces incluso mejorada con la acción humana; que, bien lo sabemos, no todo lo que sale de la mano del hombre es feo.
Y, como vivimos tiempos en los que la tecnología ha facilitado tanto el poder llevar encima una cámara fotográfica, así como la transmisión de las fotos obtenidas, no es raro que se unan como dos aficiones complementarias el caminar por hermosos entornos y el compartir la experiencia mediante la fotografía.
Lo de Ignacio es todo eso y mucho más. Él diseña previamente los recorridos, los planifica y sistematiza, ilustra las fotografías con un pie que es una certera y cálida línea de escritura, hace un cuadro de datos técnicos para posibles interesados en emular la acción, y relata el periplo en una prosa escueta, precisa, entrañable.
¡Y qué ejemplar discreción la de Ignacio! Qué prudente y sabio su mantenerse detrás de la cámara, detrás de los objetos bellos que nos presenta. En estos tiempos de tanto ombliguismo -o sea, egoísmo agravado por la torpeza, la zafiedad o el deseo de convertirse en espectáculo-, Ignacio tiene muy clara su actitud: él solamente ejerce como testigo y como transmisor; lo importante es lo que nos muestra, no su persona. La única foto que aparece de él, es de tamaño carné, y está velada, como vista a través de un cristal camuflante de colores.
Conocí a Ignacio hace ya muchos años: unos cuarenta, o casi. Durante una temporada convivimos muy estrechamente. Luego la vida hizo que cada cual tirara por su propio derrotero. Y nos perdimos la pista; o, al menos, yo perdí la suya. Ahora, con las facilidades tecnológicas del presente, hemos vuelto a estar en contacto.
Y yo no puedo menos de pedir a los lectores de Certe patet -alguno que otro se sigue asomando a este pequeña chifladura- que visiten el blog de Ignacio. Verán… verán que tienen que visitarlo muchas veces para aprovechar lo más posible, de lo mucho que ya lleva ofrecido a los internautas.
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Apuntado queda.