• Páginas

  • Archivos

  • marzo 2014
    L M X J V S D
     12
    3456789
    10111213141516
    17181920212223
    24252627282930
    31  

Cansinos frente a Ruano

Comencé con entusiasmo la lectura del bíblico -por su tamaño- volumen Mi medio siglo se confiesa a medias, memorias de González-Ruano; pero mi entusiasmo se fue desinflando. Lo dejé, pasé a otras lecturas. He vuelto a Ruano; pero no sé si lo terminaré.

Para ser un libro de memorias, lo escribe el autor a una edad extraordinariamente temprana: cuando tenía cuarenta y siete años.

Ruano, aunque estudió Derecho -lo de estudió es una metáfora verbal- sintió muy pronto la vocación literaria y periodística. Y, aunque se dedicó a leer y a escribir, parece que se dedicó más a conocer a -y mucho más a ser conocido por- cuanto escritor, escritorcillo o escritorazo se le fue poniendo a tiro.

En estas memorias le corta un traje a medida a cada uno de ellos; no por lo que escribieron, sino por su apariencia física, su simpatía o su relevancia social.

Cuando Ruano se pone a trajear a Cansinos Assens, cuya extensa novela de un literato (tres gruesos volúmenes diarísticos que abarcan desde 1898 hasta 1936) yo leí atenta e intensamente hace unos cuantos años, pensé en releer lo que Cansinos decía de Ruano. Y así constaté que la falta de aprecio era mutua, si bien se tratan con el mismo falso aprecio. Con la lógica distancia generacional: Cansinos, veinte años mayor, es ya un maestro para todos los entendidos. Se acusan recíprocamente, qué curioso, de los mismos defectos.

Yo, en este encuentro de antipatías, me pongo del lado de Cansinos Assens, al que el mismísimo Borges consideró siempre un maestro, su maestro.

Y quizá, al apostar por Cansinos frente a Ruano, estoy manifestando mi preferencia por la frescura del género diarístico frente a los libros de memorias, cocina de elementos previamente enranciados en la despensa.

 

Escribe Ruano:

Por esta época conocía ya a Ramón Gómez de la Serna y a Rafel Cansinos-Assens.

No recuerdo exactamente a quién de los dos pude conocer primero. Quizá fue a Cansinos, y me parece que me presentaron a él en el viejo Café del Pilar, que estaba en la Plaza de los Carros y al que venía también el raro y demoniófilo Rafael Urbano, que vivía allí cerca, por las Cavas, en una casa lóbrega que olía a niños crudos y meados.

«Era ya entonces -digo en mi libro Siluetas de escritores contemporáneos– el mismo Cansinos de ahora, alto, desvencijado, algo caballuno e infinitamente triste, con una actitud entre el lirismo desbordante, judaico, y la zumba andaluza que permitía con dificultad saber cuándo hablaba en serio y cuándo se tomaba el pelo a sí mismo». Cansinos practicaba entonces una tertulia volante los sábados por la noche. Cada sábado quedaba citado con los contertulios en un café determinado para el sábado próximo y cuando se acababan los siete o diez cafés propicios, se volvía a empezar. Yo recuerdo haber ido a verle a ese Café del Pilar, al de San Isidro y al de San Millán en la calle de Toledo, al de Platerías en la calle Mayor, al de las Salesas en la calle de Doña Bárbara de Braganza. Al Gran Café Social de Oriente y a otro más pequeño que no recuerdo cómo se llamó y que estaba también en la calle cerca de la Facultad de Medicina. Sin duda fui también con él al viejo Café de San Bernardo, que todavía existe, y al Varela en Preciados, cerca de Santo Domingo, que siempre fue nido de cornejas literarias.

Con Rafael Cansinos tuve toda la amistad que él concedía a un joven, que no era nunca mucha. Tenía una extraña altivez recreada en una especie de estética del fracaso y presumía de algo así como de mártir oficial de la literatura española. Sobre él pesaban los rumores maldicientes de viejos vicios y confusionismos de la intimidad que él se echaba sobre los hombros, encantado, como capas pesadas que hacían aún más angustiosa su existencia resudada de voluntarios martirios.

Los domingos, durante mucho tiempo, le encontraba en la Feria de los libros viejos. No compraba nunca y los libreros se guiñaban un ojo desconfiando de sus gabanes enormes y de sus manos demasiado grandes como manos de madera lívidamente policromada.

Cansinos era incansable contra lo que su apellido indica, y jamás se le vio en un tranvía. Le gustaba andar despacio todo Madrid y sentía gran entusiasmo por las verbenas que en más de una ocasión llevó a su literatura.

Copio de Siluetas lo que sigue, porque me parece tonto escribirlo otra vez de otro modo:

«Yo fui de los jovencitos que le acompañaban por las noches, casi ya de madrugada, al final de las tremendas paseatas, hasta su casa, al borde del Viaducto, en la calle vieja de la Morería. Vivía con una hermana suya muy seca y marchita, que se llamaba Pilar, y a la que él hacía aparecer entre las tremendas columnas salomónicas de su prosa. Tenían un perrillo los dos hermanos.

«Cansinos enseñaba su casa con mucha dificultad y como si fuera un premio que daba a la fidelidad y a la constancia. Una tarde me concedió a mí este premio y me subió a su piso de la Morería. Tenía una casa de esas que aunque no haya gato huelen a gato. Una casa con algo de sacristía, pero muy de escritor y muy identificada con su persona y su literatura. Había libros por todas partes y candelabros y trapos de iglesia, y un atril en la mesa de trabajo con un librote antiguo en hebreo.

«Cansinos era grande, huesudo, con la mandíbula mal encajada, los ojos un poco saltones, grandes cejas sin peinar, los cabellos rizosos y ya entonces entrecanos, dura sombra de barba y dientes grandes y muy visibles. Había en su persona una intención desgalichada y un aura fúnebre de cigarrón de los caminos. Hablaba pomposo y lento, con palabra elegida y párrafo largo, como su prosa; dejo muy andaluz, perezoso y, a la vez, inflamado. Era millonario en metáforas y de una imaginación sin límites.

«Poco antes de la guerra se dijo que había heredado algún dinero y dejó la casa de la Morería para irse a vivir cerca del Retiro, por la parte alta de la calle de Alcalá. Apenas escribía ya en los periódicos y publicaba pocos libros.

«Pasada la guerra, le encontré una noche y no nos entendimos bien. Estaba lleno de picos, como una verja abandonada. No quiso entender la tierna fidelidad antigua con que yo acudía a verle como a una de esas imágenes mutiladas que toman el sol en el Rastro. Uno le quiere a Cansinos pese a todo. Le reconoce su puesto de gran animador y gran desanimador de aquella evolución del modernismo al ultraísmo, su laberíntica cultura, su prosa, casi podrida de tan madura, y su tremenda resistencia física para seguir representando el papel que eligió en la gran comedia del mundo.»

 César González-Ruano, Mi medio siglo se confiesa a medias

Editorial Renacimiento. Sevilla, 2004.

 

Escribe Cansinos:

Pedro Luis de Gálvez, el viejo hampón con aires de proxeneta, me presenta a un jovencito alto, delgado, fino como una señorita, absolutamente imberbe y con una voz abaritonada, aún mal segura, de pájaro que está mudando. Cuando habla, la nuez prominente le sube y baja por la tirilla, como si llevara una piedrecilla en el buche. Todo él muestra un empaque altivo, impertinente, y una ansia de parecer raro, escandaloso.

-Aquí tiene usted a César González-Ruano…, ¡el adolescente de Wilde!

El joven, con voz ambigua de colegiala de internado, exclama: -¡Por fin, maestro, he logrado llegar hasta usted!… ¡Es usted inaccesible!…

Yo me disculpo. Efectivamente, el jovencito me ha enviado ya varias hojitas de las que publica por su cuenta, como Buscarini, acompañadas de cartas adulatorias, de esas cuya lectura le ruborizan a uno cuando las lee, y la Hermana se refería a él cuando me hablaba de las apariciones ante la puerta de un jovencito afeminado que a toda costa quería pasar…

Antes de conocerlo y de recibir sus «opusculitos», ya tenía yo noticia del joven César, que en breve espacio de tiempo se ha creado una notoriedad poco envidiable de invertido y cleptómano de libros y de relojes de mesa, y demás cosas portables… Una notoriedad poco envidiable para cualquiera, pero, por lo visto, envidiable para él, pues parece gozar con el gesto de escándalo que suscita su nombre o su presencia, y acepta con agrado las irónicas frases y los guiños malignos con que Luis de Gálvez lo define. Yo no puedo evitar cierto sentimiento de conmiseración a vista de este adolescente precozmente pervertido o acaso simplemente calumniado por sí mismo, pulcro y reverberante de claridad juvenil, al lado del viejo hampón, sucio, con tipo de ex presidiario, tufos de tahúr y gestos de borracho de vinazo vulgar, que lo muestra con la ufanía de una Celestina que hubiera cazado a una ingenua Melibea…

-Yo le envié a usted mis opusculitos, maestro -dice el joven con su voz ambigua-, y usted no se ha dignado contestarme… Yo tenía mucho deseo de conocer su opinión… Yo soy un admirador suyo… y su discípulo… He leído todas sus obras…, el Candelabro… Trébol fraterno… Yo querría hablar largamente con usted… ¡maestro!

-Bien…, ya hablaremos…

Afortunadamente, Pedro Luis, que por lo visto va recorriendo tabernas con su joven alumno de picaresca, tira de él, diciéndole:

-Bueno, César, ya has conocido al maestro… y has tenido el honor de hablar con él… Por esta vez ya está bien… Ahora no seas pesado…

-Tienes razón -asiente César. Y despidiéndose de mí: -¡Muchas gracias, maestro! Ya en otra ocasión me permitirá usted que me acerque a hablarle, cuando lo vea… Porque en su casa, por lo visto, no recibe… Bueno, ya le enviaré mi próximo opusculito…

El joven César es, en cierto sentido, un imitador de Buscarini. Aunque de clase más acomodada -es, según dicen, un señorito, hijo de viuda con algunos bienes de fortuna-, no tiene recursos para editarse libros, como hacía Ramón en sus comienzos, y apela a esos opusculitos, como él dice, con diminutivo cariñoso, que constan de un pliego de imprenta que, por otra parte, las más de las veces no paga. De este modo, pliego a pliego, va formando, como Buscarini, su Opera omnia.

Pero a fuer de señorito, no tiene el valor, como Buscarini, de vender el mismo sus opusculitos por los cafés o en las esquinas.

César González-Ruano es el terror de los impresores ingenuos. César los envuelve con su labia presuntuosa y camelística, beneficia el equívoco de su identidad de apellido con ese señor Ruano, secretario general del Ayuntamiento, que realmente no le toca nada, y da a entender que su supuesto tío abonará la cuenta. Naturalmente no ocurre así, se aclara el equívoco, los impresores braman, pero ya la edición está íntegra en poder del joven petardista.

A pesar de su extremada juventud -frisará los dieciocho- Ruano tiene ya un anecdotario tan copioso como esos viejos hampones literarios que se llaman Cubero, Sánchez-Rojas y Pedro Luis de Gálvez. Se cuenta de él que muchas veces ya los libreros de viejo lo sorprendieron in fraganti y lo echaron de sus tiendas a empellones, después de curarle la instantánea obesidad de los libros escamoteados. Una vez, cuenta Yagües, el editor, sus empleados lo detuvieron ya en el portal con un reloj de mesa bajo la americana… -Hombre, señor Ruano…, un libro, pase…, pero un reloj…

[…]

Ese González Ruano tiene algo de postizo, de falso, que me repele, a pesar de la actitud reverencial que ante mí afecta… su aparición siempre provoca en mí un involuntario gesto de desagrado, que a duras penas reprime mi natural benevolencia. Me dejo abordar de él en las calles, en los cafés; pero me resisto a recibirlo en mi casa, según él pretende.

La Hermana, siguiendo mis instrucciones, le niega la entrada, con pretextos corteses… No estoy… Estoy trabajando…, etcétera.

Días pasados, el impertinente joven le dijo con su voz engolada de tiple: -Hasta los ministros tienen hora para recibir…

-Pues ya ve usted; mi hermano no es ministro y, sin embargo…, no recibe.

No; no quiero recibirlo en la intimidad. Ya tengo bastante con esos encuentros casuales, inevitables. Me desagradan su pose wildiana, su frío cinismo, tener que aguantar sus confidencias freudianas, con una paciencia que pudiera interpretarse como complicidad. Confidencias que, además, no tienen nada de nuevas, y quizá tampoco de sinceras, pues todo en él es pose, literatura vieja y corrompida.

Rafael Cansinos Assens, La novela de un literato. Vol 3.

Alianza Editorial. Madrid, 2005.

2 respuestas

  1. Hace muchos años me parecía una «blasfemia» dejar a medias algún libro aunque no disfrutara leyéndolo. Eso ya lo curé y ahora no me duelen prendas hacerlo e incluso cuando me preguntan sobre algunos de ellos afirmar tajantemente que no lo he terminado. Ulises de James Joyce, puede ser un buen ejemplo.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: