En esta ciudad, en la que he vivido y laborado durante los últimos veinticinco años de mi vida laboral, aprendió mi padre a leer y escribir.
No vino aquí en edad escolar: vino a hacer la mili, que duró tres años. Alguna anécdota chusca guardo en mi memoria, de lo que me contaba acerca de su mili -aunque hablaba mucho más de lo que le llegó a continuación: la guerra-. Pero lo más importante, para él y para mí, fue que aquí, en las clases que les daban en el acuartelamiento -primeras y últimas clases de su vida-, se alfabetizó. Y escribía y leía mejor que muchos alumnos de los que hay actualmente en la ESO. Y, a partir de entonces, pudo enorgullecerse de no ser un triste analfabeto.
No es que después de la mili practicara mucho la lectura, y menos la escritura. Sus trabajos de campesino pobre, pobre de verdad, no lo requerían ni lo propiciaban.
Sus hijos sí que pudimos, los tres, ir a la escuela del pueblo. Y tener, incluso, la lectura como un hábito nunca abandonado. El menor, además, terminó una carrera universitaria: otro motivo de orgullo para él; y también de preocupación.
Este año me he acordado con más frecuencia de mi padre: en primer lugar, por haber tenido más tiempo, al estar prejubilado; en segundo lugar, por haberme prejubilado a la misma edad en la que el se prejubiló, aunque él estaba entonces bastante más cascado de lo que yo lo estoy ahora; en tercer lugar, porque cada día percibo más lo mucho que me parezco a él, y comprendo mejor lo que fue su vida, y lamento más los malos ratos que le di.
Hoy hace treinta años que murió.
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