Vi y oí, por la tele, en directo y con la mayor atención, el discurso de la proclamación de Felipe VI, precedido del preceptivo juramento ante las Cámaras y ante toda la Nación. Y ahora mismo acabo de leer, en uno de los archivos de mi ordenador, ese mismo discurso.
También, desde el día de la proclamación, he oído y leído numerosos comentarios. Participaré ahora en ese ámbito de las opiniones tratando de un único punto; uno sobre el que no he encontrado nada en ningún comentario de los oídos o leídos.
Se trata de una significativa ausencia: la religión, sea en forma de creencia del propio Rey, o en forma de las supuestas creencias o confesiones a que se acogen los ciudadanos. Ni en el discurso del Rey ni tampoco en el juramento previo. Ausencia, insisto, muy significativa.
Comparémosla con la presencia palmaria y central de la fe religiosa en el discurso de proclamación del Rey Juan Carlos I, el 22 de noviembre de 1975:
Pido a Dios su ayuda para acertar siempre en las difíciles decisiones que, sin duda, el destino alzará ante nosotros. Con su gracia y con el ejemplo de tantos predecesores que unificaron, pacificaron y engrandecieron a todos los pueblos de España, deseo ser capaz de actuar como moderador, como guardián del sistema constitucional y como promotor de la justicia.
[…]
El Rey, que es y se siente profundamente católico, expresa su más respetuosa consideración para la Iglesia. La doctrina católica, singularmente enraizada en nuestro pueblo, conforta a los católicos con la luz de su magisterio. El respeto a la dignidad de la persona que supone el principio de libertad religiosa es un elemento esencial para la armoniosa convivencia de nuestra sociedad.
Naturalmente, «el principio de libertad religiosa» de que habla el Rey quedó recogido en la Constitución de 1978:
Artículo 14
Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.
Artículo 16
1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias.
3. Ninguna religión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y demás confesiones.
Quizá debiera estar redactada con más firmeza la segunda parte del punto 1: las confesiones religiosas estarán sometidas a las leyes del Estado. Y, en cuanto a las «relaciones de cooperación» que recoge el punto 3, debería quedar más claro que afecta solo a temas tangenciales, no confesionales o doctrinales. Aparte de eso, también veo un generalizado incumplimiento del punto 2 por parte de los mismos poderes del Estado: nada más solicitar un niño -o sus padres- el ingreso en una escuela o instituto público, lo están obligando a cumplimentar un formulario en el que le preguntan acerca de su religión o carencia de religión.
Saquemos, de una vez, la asignatura de Religión de los centros educativos estatales. ¿Qué esperan los partidos políticos de izquierdas -y los de derechas- para defender un laicismo activo y definitivo, un nuevo concordato con la Santa Sede y un nuevo acuerdo con las autoridades religiosas de cualquier confesión?
Secundemos todos la actitud del nuevo Rey: la religión pertenece a la esfera de lo privado; y el Estado ni promociona ni persigue.
Para terminar, conste que yo, aunque dejé de ser creyente cuando aún no había llegado oficialmente a la mayoría de edad, tengo ahora la impresión de que con mucha frecuencia la gente ha ido dejando de creer en los dioses -o en Dios- para empezar a creer en fantoches de quitaipón.
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