No era nuestro. Era de Manuel Reyes. Mi familia lo labraba a renta. Una hectárea o poco más de terreno sin riego en los pliegues más bajos de la falda de Sierra Nevada. Mi padre se deslomaba en él para sacarle fruto. Cuánto cuentan en la casa del pobre unos cuantos sacos de cebada, de legumbres, de trigo. Y cuánto cuestan. Dedicación continua, desde que caen las primeras lluvias del otoño hasta que se cosecha en verano.
Mi padre, con alguna ayuda de mis hermanos mayores y con la colaboración de la yunta -media siempre del aparcero-, tenía ese secano limpio, abonado y parcelado. La aportación del cielo, azarosa: llovía cuando Dios quería. Pero la paciencia y la esperanza nunca se dejaban abatir.
No tengo noticia -y si la tengo, prefiero no tenerla- acerca de la identidad del actual propietario. Hace no pocos años lo plantó de almendros. Y los abandonó a su suerte para que fueran languideciendo acosados por la maleza. Supongo que los plantó para cobrar alguna subvención. Después, mientras los almendros iban muriendo en el abandono, sí que se preocupó de poner bien patente la linde de la finca, no le bastó la estrecha vereda por la que transitaban el hombre y el mulo. No echó mano del tractor para laborear sus almendros, pero sí la echó para transportar y colocar esa hilera de grandes piedras que pregona: «¡Atención: aquí empieza lo mío!». Sí, lo tuyo: una tierra que parece maldita como la de los hijos de Alvar González. Hasta la torre de la línea de alta tensión ahí levantada parece haber contraído la maldición: comida de óxido, da la impresión de estar a punto de derrumbarse para acabar de achicharrar la tierra.
Muchos de los primeros recuerdos de mi vida está ligados a ese trozo de secano. Han pasado tantos años desde aquellas experiencias y avatares, que ya no sé si en mí son recuerdos o recuerdos de recuerdos. De lo que sí estoy seguro es de que el cuadro era muy diferente del que aparece en esta foto.
En la primera edad de la tierra, la de oro, la tierra daba los frutos sin ser forzada por el arado (nec ullis / saucia vomeribus per se dabat omnia tellus). En la segunda edad, la de hierro, el hombre necesitaba herir la tierra, con el arado o la azada, para enterrar dentro de ella su sudor y su dolor. En la tercera edad, la de la maldición, la tierra se convirtió en un yermo secarral, y los hijos de la tierra comenzaron a expiar sus egoísmos y torpezas.
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