Era primo hermano de mi madre. Y mi madre, que tenía un corazón muy grande y muy repartido, lo quería muchísimo; y disfrutaba con los ratos de charla y confidencias que improvisaban en nuestra casa, en la del primo o donde se terciara.
De él guardo muchos recuerdos, aunque yo no tendría más de nueve o diez años cuando emigró a Cataluña para siempre, y creo que no lo volvimos a ver.
Recuerdo su cara y su sonrisa, su atuendo y su pulcritud; y su tos, quizá consecuencia de haber castigado demasiado sus pulmones en las duras jornadas de trituración del cáñamo en el caballete, para la obtención de la fibra.
A mí me apadrinaba, me quería. Gracias a que él se responsabilizaba de mi cuidado, pude formar parte de la comitiva en algunas excursiones parroquiales: al Hotel del Duque, al Veleta.
Recuerdo un día en el que le ayudé en un trabajo de verdad: colgar el tabaco en el secadero. Me explicó cómo hacerlo y en seguida aprendí la técnica. Yo, abajo, en el suelo, iba enganchando las matas una a una, tratándolas con cuidado para no dañar las hojas; y él, desde arriba, tiraba del hilo hasta que la columna de matas estaba completa y yo hacía el nudo final. Al acabar la faena, me pagó con un libro que a saber de dónde había sacado. Era un libro nuevo, completamente inadecuado para mi edad y formación; un libro de lingüística que, por su tamaño y color, bien podía ser de la Biblioteca Románica Hispánica de la Editorial Gredos. Anduvo algún tiempo en mi casa, extraviado como un ruiseñor en un gallinero, hasta que desapareció. Lástima: se adelantó demasiado en el tiempo; todavía tenían que transcurrir algunos años, para que yo me convirtiera en estudiante de Filología Románica.
Como aquel libro, también el primo G desapareció, se fue del pueblo, emigró. Pero mi madre y él mantuvieron el contacto gracias a una comunicación epistolar por persona interpuesta, o sea por mí. Mi madre, la pobre, no sabía de letra.
El primo G siempre expresaba en sus cartas su alegría y disfrute de su nueva vida. Para él, la liberación de las ataduras del pueblo -un pueblo chico, ruin y feo el nuestro, por qué no decirlo- tuvo un doble efecto: el económico, por fin un trabajo estable y decente, y el personal, por fin podía vivir su condición de homosexual con algo de libertad. Y, aunque sin duda durante algunos ratos sintiera la nostalgia por los objetos de su afecto a los que había puesto distancia, también sin duda fue más feliz y vivió una vida más plena que si se hubiese quedado en nuestro pueblo.
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