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Reolas y cruces

Os invito a leer, antes de esta entrada, el precioso artículo de Jordi Soler en EL PAÍS de ayer: La vida sin cuerpo.

A mí me ha encantado. Y aun así quiero disentir, en buena medida, de su contenido.

En Occidente una maravillosa máquina de escritura, la imprenta, lleva inventada casi seis siglos. Y desde entonces no ha parado de extenderse, perfeccionarse, diversificarse.

Sin embargo, cuando leemos actualmente una antología de poemas del Siglo de Oro, una novela de Galdós o un artículo de Jordi Soler, no echamos de menos las matizaciones, connotaciones o informaciones complementarias que aportaría a esos textos el hecho de que fueran presentados escritos a mano por los autores, como si de facsímiles de textos antiguos se tratara. Y no las echamos de menos porque un buen escritor, también con un mecánico y despersonalizador teclado, sabe hacer llegar a sus lectores todos los matices, variaciones y modulaciones que cree necesarios.

Y reconozco que, como el autor, me siento un nostálgico y un enamorado de la escritura a mano. Aún conservo y uso, como uno de los más valiosos regalos que yo haya podido recibir a lo largo de mi vida, la estilográfica que llegó a mis manos cuando era un estudiante de Preu, hace casi medio siglo.

No obstante, el segundo regalo relacionado con la escritura, segundo en orden cronológico y en importancia, me lo pude hacer yo mismo, una Olivetti Lettera 32, comprada con un dinero que gané en Francia, el mismo año que terminé la licenciatura en la Universidad, cargando camiones.

A esos niños de Oaxaca campeones de baloncesto que salen a la cancha descalzos no se oponen los niños franceses que juegan con zapatillas Nike («diseñadas por especialistas en la dinámica del pie humano») y quedan subcampeones, sino la infinidad de niños que actualmente vemos calzados con zapatillas buenísimas y carísimas, de marcas de prestigio por supuesto, a pesar de lo cual los vemos moverse con torpeza de paquidermos o de achacosos abueletes, y ponerse colorados y como al borde del infarto en cuanto echan un trote.

De los escritores que me gustan actualmente, no sabría decir si me gustan más sus libros o la propia personalidad de ellos mismos, que me llega impregnando, como un aroma, cada una de sus páginas.

Respecto a mis contemporáneos no escritores, lo que me apena de muchos no es que nunca envíen un escrito personal a mano, sino que en sus mensajes, enviados a través de los medios tecnológicos más avanzados, no pasen de hilvanar una frase imprecisa, mal estructurada, inacabada, y tristemente complementada con algunos «iconitos». Me recuerdan a aquella buena vecina analfabeta -años sesenta- que tenía a su esposo trabajando en el extranjero. Alguna otra vecina, leal y piadosamente, le escribía las cartas al lejano marido. Y, al final del escrito, la amante esposa se limitaba a añadir «reolas» y cruces: besos y abrazos.

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