Creo que no asomo mucho, por esta certepática ventana, mis opiniones políticas, pero las tengo. Las tengo, pero son mentales, no lapidarias. Están, por tanto, como todo lo mental, sujetas a variación y cambio. Aquello de «yo no me cambio de chaqueta» es hoy un arcaísmo casi completamente olvidado. Hoy nos cambiamos de chaqueta; no tan frecuentemente como nos cambiamos de calzoncillos o de bragas, pero nos cambiamos. Nuestras opiniones, políticas, sociales o culturales, van cambiando, evolucionan, como todo lo vivo.
Sintetizaré ahora mi estado de opinión política (y social).
Las dos opciones que se plantean, en una sociedad desarrollada actual, son moderadas, sometidas a las limitaciones que imponen el Derecho Internacional y los derechos fundamentales del ser humano. Y tienen sus respectivos nombres: liberalismo y socialdemocracia. La primera implica menos intervención del Estado; la segunda, más. Las dos opciones pueden ser, valga la rebuznancia, óptimas: si lo son los ciudadanos y sus representantes en los cargos públicos. Y pésimas: lo serán siempre que lo seamos los paisanos -y por ende los cargos públicos-.
España ha sido tradicionalmente un país de pícaros, de frailes y de hidalgos.
Los primeros no trabajan porque prefieren vivir del trapicheo. Los segundos no trabajan porque están dedicados a más altas ocupaciones. Los terceros no trabajan porque su noble cuna les ha proporcionado ese inalienable privilegio.
No obstante, España ha tenido también, en todas las épocas, su cuota de «tontos»: los que han cumplido siempre con todas sus obligaciones laborales y sociales, mejor o peor remuneradas.
España ahora no pinta bien (y no parece que la UE vaya a estar, en un futuro próximo, en condiciones de salvarnos de la quema). Como escribía Hermann Tertsch en una columna reciente, «La tragedia que supuso el paso de José Luis Rodríguez Zapatero por la historia de España ha tenido perfecta continuidad con Mariano Rajoy.»
Los muchachos de Podemos, que dicen hoy «Todo para los ciudadanos», probablemente hicieran mañana que Todo, para el Estado. Y aquello de Stalin: un individuo no es nada y unos cuantos millones son un dato estadístico.
Esperemos que, una vez más el día de mañana, en España haya tontos suficientes para tirar del carro.
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