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Careo

Presento, copio aquí debajo, un artículo reciente de Javier Marías (El País Semanal) y la crítica que le hace, en la misma fecha, José Luis García Martín.

Ambos son escritores de prestigio, aunque el reconocimiento y popularidad (ediciones, premios, traducciones…) sean muchísimo más abultados en el caso de Marías. García Martín tiene una autoridad innegable entre los aficionados a la poesía -a leerla y a escribirla- y poco más.

Yo, de los dos, he leído muchos cientos de páginas. En los primeros años, con gran entusiasmo y admiración. Después, con el paso del tiempo, se me fueron haciendo un tanto previsibles, menos geniales.

Lean ustedes ahora, si les apetece, ambos textos:

MIRA LO QUE HAGO

Javier Marías – 30 NOV 2014

No por sabida la situación, impresionaba menos la fotografía que ilustraba el reportaje de Guillermo Altares del 1 de octubre en este diario: una patulea de sujetos ante La Gioconda, en el Museo del Louvre. El batiburrillo es tal que cuesta individualizarlos y contarlos, pero creo que son unos treinta (más no captaba el objetivo, pero seguro que más había), de los cuales sólo tres se puede asegurar que estén mirando –intentando mirar, mejor dicho– el pequeño cuadro. Mirándolo de veras. El resto está dedicado a hacerle estúpidas fotos con sus estúpidos móviles. Aún habría sido posible una imagen más escalofriante o deprimente, por lo que relataba el reportaje: la de una patulea equivalente dándole la espalda al famoso retrato (no muy atractivo, según mi criterio) para hacerse un selfie en el que se viera a cada visitante con la pintura al fondo, como adorno. Las últimas veces que estuve en esa sala, hace ya años, el panorama era desolador, pero no tanto. La gente se agolpaba ante La Gioconda –no recuerdo si se permitía fotografiarla entonces–, mientras desdeñaba uno o dos cuadros más de Leonardo da Vinci que se hallaban allí mismo, no digamos las maravillas de otros maestros repartidas por el museo. Pero al menos la marabunta no daba la espalda al objeto de veneración superficial, es decir, la “obra maestra” no había pasado a ser un mero escenario, un mero decorado de lo verdaderamente importante: uno mismo.

Es innegable que una de las causas de la imbecilización del mundo es la publicidad; que la humanidad lleve décadas sometida a ella –a un perpetuo bombardeo de ella– ha traído sus consecuencias. Mucha gente quiere ser cada vez más como la gente de ficción (y cretina) de la mayoría de los anuncios televisivos, y éstos han popularizado dos slogans particularmente nefastos: “Yo estuve allí” y “Este es un acontecimiento histórico e irrepetible”. Se considera “acontecimiento histórico” cualquier chorrada; desde la entrada de una tonadillera en la cárcel hasta la primera vez que Messi sale al campo disfrazado de senyera. Y sí, claro, todo es “histórico e irrepetible”, también este trivial momento en que yo escribo este artículo, pero a quién diablos le importa tamaña insignificancia. A cada individuo que presuma de “haber estado allí”, sea “allí” el Camp Nou con Messi vestido de bandera o la caída del Muro de Berlín en su día, habría que contestarle con crueldad merecida: “¿Y? ¿Tuvo usted alguna influencia? ¿Habría dejado de suceder la cosa si se hubiera ausentado? ¿Es usted mejor por haber formado parte de una masa? ¿No sabe que por televisión millones han visto lo mismo y podrían afirmar haber estado también allí, aunque no fuera cierto, y contarlo probablemente con más detalle?” Supongo que para combatir esta última pregunta están los selfies: “He aquí la prueba, véanme con La Gioconda como ornamento, o con el Adán de Miguel Ángel y su dedo”. Pero claro, resulta que la Capilla Sixtina recibe actualmente 22.000 turistas diarios, y nunca hay menos de 2.000 personas allí congregadas, una permanente muchedumbre. ¿Qué más da que esté usted ahí, sin mirar los frescos, si su supuesta “unicidad” la comparten millares a diario?

Todo es raro y contradictorio hoy en día. Demasiada gente ingenua se ha convencido de que cosa que cuelga en las redes (Facebook, Twitter o lo que sea), la va a contemplar el universo mundo, cuando lo más seguro es que pase tan inadvertida como las sesiones de diapositivas a que antaño se sometía a cuatro amistades cuando nuestros padres volvían de un viaje, o como los comentarios que se hacían en el café ante los compinches habituales. La gente está demasiado ocupada colgando sus fotos y lanzando sus tuits para molestarse en ver o leer los de los demás. El lema de nuestro tiempo debería ser: “Cada loco con su tema”, y el único tema –y de todos– es uno mismo. “Mira lo que me voy a comer”, y envían foto de un plato. “Mira dónde estoy”, y envían la de un vertedero o una puerta o la espantosa estatua gigante de una rana en el Paseo de Recoletos (ya hablé de esa afrenta). “Mira con quién estoy”, y arrojan la de un locutor o caricato con los que se han topado en la calle. “Mira lo que estoy viendo”, y ahí van sus selfies ante La Gioconda, proclamando que pueden estar viéndola, pero desde luego no mirándola.

Todo esto recuerda a los niños pequeños que precisan la constante atención de la madre o el padre: “Mamá, mira lo que hago”; “Mira, papá, ahora sin manos”. El niño necesita testigos para asegurarse de que efectivamente está en el mundo y existe (todavía se está acostumbrando a la novedad, y requiere confirmación incesante: ¿verdad que no soy una figuración, pues hago cosas y las veis?). Esa inseguridad inicial solía pasarse, y bastante pronto. Ahora da la impresión de que no se pasa nunca, de que las personas exigen contar con espectadores y espejos de todas sus actividades, hasta de las más vulgares. Un síntoma más de la creciente e inacabable puerilización del mundo. Uno se pregunta a veces si quedan muchos individuos capaces de disfrutar de algo sin ser contemplados en su disfrute. De un paseo, de un paisaje, de una obra maestra pictórica que no sea banalmente célebre, de un edificio o rincón en el que uno fije la vista por su cuenta, sin que se los hayan señalado una página web o una guía. Si queda algo autónomo y que se aprecie en sí mismo, y no como decorado de nuestro insaciable narcisismo.

elpaissemanal@elpais.es

 

LAS FIGURACIONES DE JAVIER MARÍAS

José Luis García Martín 30 NOV 2014

 

Ya sé, ya sé que reírse de las tonterías de los demás es una mala costumbre. Pero a veces no puedo evitarlo. Por ejemplo, al leer los artículos dominicales de Javier Marías. Cuando parece que no puede superarse, siempre da un paso más allá. Hoy, por ejemplo, arremete contra la publicidad, “una de las causas de la imbecilización del mundo” y contras los “estúpidos móviles”, pero lo que más destaca de su artículo es su peculiar conocimiento de la psicología infantil: “El niño necesita testigos para asegurarse de que efectivamente está en el mundo y existe”. Por eso le pregunta continuamente a sus padres: ¿Verdad que no soy una figuración, pues hago cosas y las veis?”

            Y menos mal que no dice que los niños preguntan “¿Verdad que no soy una entelequia?”. Toda su diatriba contras las redes sociales, los teléfonos móviles y la patulea de la gente común demuestra un desconocimiento aún mayor que el que tiene de los niños.

            Qué gran humorista involuntario nuestro más afamado novelista contemporáneo.

Café Arcadia. El blog del escritor.

 

Reconozco que este artículo de Marías me parece muy bueno, muy fundamentado en la realidad social de nuestro presente, y muy bien escrito. Esto último, lo de «muy bien escrito», debería sobrar: Marías es un purista del idioma: no sale de su máquina nada imperfecto.

En cuanto al contenido del artículo, diré que estoy de acuerdo en todo. Por desgracia, refleja el ambiente de estupidez general en que nos movemos, a pesar del mucho gasto, durante las últimas décadas, por parte del Estado y de las familias, en educación.

No han pasado aún tres años desde que Vargas Llosa publicara su ensayo La civilización del espectáculo; pero está claro que hemos dado un paso más hacia la plena frivolidad y estupidez: cada uno de nosotros, pobres imbéciles, tiene que estar en el escenario, no se va a conformar con estar entre los espectadores.

En cuanto a la crítica de García Martín, tengo que decir que me parece liviana, poco razonada, descuidada en la escritura a pesar de su brevedad, y demasiado familiar para ser un texto de difusión planetaria.

Parece obvia -aunque no conozcamos el origen- la inquina de Martín contra Marías. Pero, por antigua y enconada que sea, no justifica estas frases tan frívolas, tendenciosas, tergiversantes.

Se me ocurre, ahora sí, un punto por el cual García Martín haya podido sentirse aludido por este artículo de Javier Marías: Martín tiene una afición un tanto desmesurada a colgar fotos suyas, de su cara y persona, en su blog. Se ve que se sigue sintiendo guapo y coqueto, a pesar de que en una calle concurrida será tan invisible como cualquier sesentón disfrazado de sí mismo.

¿Se me ocurre algún otro motivo para explicar la ostentada malquerencia de Martín hacia Marías? Pues uno tan antiguo, probablemente, como la misma humanidad: la pura envidia cochina.

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2 respuestas

  1. Bueno, me da vergüenza comentar algo en lo que figuran sus palabras, las de Marías, y las del tercer autor, pero he sentido la necesidad, y creo que la costumbre y el hábito de comentar me dan la licencia necesaria:

    Coincido plenamente con Javier Marías y con usted. Pero echo en falta una conclusión que, seguramente ambos hayan pensado, pero no se ha manifestado: que se trata de un síntoma, otro de tantos. Un síntoma del «avance» tecnológico que no logra cubrir la falta de preguntas, la falta de razonamiento, razonamiento hacia uno mismo…

    Y efectivamente, aquí estamos, usando nosotros también otro medio como es internet. La diferencia es que sabemos que se trata de una herramienta.

    Exagerando un poco, considero que las redes sociales son los templos modernos, la multitud el dios (en minúscula), y las fotos las plegarias.

    Nadie quiere quedarse fuera, nadie quiere ser menos. Tampoco están haciendo nada malo, aunque sí algo quizá un poco preocupante.

    Aprovecho el texto como trampolín para avanzar un poco más, y comentar (se trata de un comentario) que no entiendo hacia dónde va todo esto. Existe una inercia irreversible que parece conducir la sociedad hacia otro (otros) estado desconocido.

    Pero quizá sea necesario, y yo y otros pocos estemos equivocados.

    Concluyendo, somos animales, animales de costumbres. También los lemures se drogan con cienpiés (lo descubrí hace poco y me impactó).

    ¡Un saludo!

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