En la novela con la que arranqué mis lecturas de 2015 -autor estadounidense, 1019 páginas-, un hijo busca a su padre, al que no conoce. Y lo encuentra por fin. Para entonces, el hijo se aproxima a los cuarenta; y el padre, de la edad que yo tengo ahora y de la edad que tenía el autor cuando publicó la novela, era un sesentón que andaba regular de la chaveta. Pero el encuentro padre hijo es un encuentro feliz, risueño, delicioso.
Después he leído otra novela -autor sueco, 614 páginas- en la que una hija mata a su padre de un tiro a bocajarro. La joven hija es negra y bella como su madre. El padre al que mata es blanco, ultrarracista y criminal. Asesinato afortunado.
Yo maté a mi padre con cierto retraso: yo tenía veintisiete, y tenía que haberlo matado a los diecisiete. Por supuesto, mi asesinato fue como el de la segunda novela traída a este cuento: pura imaginación. Pero igualmente feliz: ¡qué bien me sentó cargármelo!
Mi padre real murió en su cama, seis años después, vencido por sus enfermedades -y yo me casaría seis meses después de su muerte-.
Ahora yo, mental y anímicamente, estoy confluyendo con mi viejo padre. Creo que sería para mí muy grato el encuentro de estos dos viejos puretas jubiletas: mi padre y yo. Cuánto le podría ayudar a ponerse al día en el mundo: Internet, los móviles, los telemandos, los vuelos low cost, los drones… ¡Y la vida de las tres nietas que le he dado!
Insisto en lo obvio: en que todo eso es mero entretenimiento de mi imaginación. En la realidad real hay hijos de mi edad que tienen todavía a sus padres en este mundo. Lo malo es que esos padres no están, en la mayoría de los casos, en condiciones de hablar con sus hijos en plan de colegas abueletes; están semiausentes y agobiados, lamentando que el tren que se los tiene que llevar al otro mundo se retrase tanto. Pero, qué pueden hacer sus hijos…
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