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Cultura idiomática

Según sentenció Fernando Lázaro Carreter, cultura es la capacidad de adaptación al interlocutor. O sea, que cuantos más potenciales o reales interlocutores tengamos en el mundo, más cultos seremos.

Por tanto, cultura idiomática casi vendría a ser lo mismo, porque cuantos más idiomas conozcamos, o mejor, hablemos con fluidez, más interlocutores podremos tener a lo largo y ancho de la tierra.

Ahora bien, parece incuestionable que cualquier persona culta, competente en varios idiomas, dominará el idioma materno con una claramente mayor solvencia. Lo que quiere decir que, si respecto a los otros idiomas se conforma con el conocimiento propio de un usuario medio, respecto a su idioma materno se exigirá a sí mismo un dominio de experto, o sea, de lingüista. Máxime si el idioma propio es una lengua de la solera, riqueza, extensión y diversidad del español.

Quien es hispanohablante desde su tierna infancia no debe permitirse confundir palabras (prever y proveer, por ejemplo), tiene que atenerse al uso normativo (el concepto de norma en lingüística es muy interesante, pero no es el momento de comentarlo) de las estructuras gramaticales (no dirá yo soy de los que pienso, sino yo soy de los que piensan) y conocerá la mayor parte de los formantes significativos de las palabras, lexemas y morfemas, para poder hacer un correcto uso de los tales.

Esta última competencia casi siempre me lleva a acordarme de aquella alumna Laura que comentaba en clase: «No sé lo que significan las palabras enteras y ahora voy a tener que saber lo que significan a cachos».

Pues sí, incluso a cachos, querida Laura. Además, ya dominabas entonces buena cantidad de esos cachos; pues para ti no significaba lo mismo negamos que negáis, y podías relacionar el verbo intimar con el adjetivo íntimo, y el verbo intimidar con el adjetivo tímido.

Alguien que, por su oficio o profesión, tiene que dirigirse a mucha gente, oralmente o por escrito, individualmente o por grupos o multitudes -periodistas, profesores, dependientes, ejecutivos, médicos, alcaldes-, producirá una penosa impresión si no se expresa con propiedad, y sólo conseguirá ganarse la voluntad de los más ignorantes.

Para terminar. Las normas idiomáticas o de la Academia no son como las legales, judiciales o administrativas. Nos las podemos saltar con soltura a la torera; pero sólo lo haremos con cierta gracia si lo hacemos después de conocerlas, no si andamos por el idioma como una cabra por una catedral.