Dicen las estadísticas, los estudios y los pronósticos que, cuando pasen unos cuantos años, todos los españoles menos tres o cuatro vamos a tener -o van a tener- sobrepeso.
Yo a ratos aspiro a ser de los tres o cuatro del peso perfecto. En esos ratos me hago un análisis -autoanálisis- seguido de un plan.
Un plan que dictamina: «Si bebes menos, comerás menos; entonces adelgazarás».
Eso ha dictaminado hoy el plan en cuanto me ha visto despierto, a las cinco de la mañana. Así que paso esta mañana, hasta la hora del almuerzo, concienciándome, mentalizándome: «Hoy, con la comida, sólo agua».
Hasta la hora del almuerzo, que ya llega. Han pasado, desde aquel lejano despertar voluntarioso y abstemio, nueve horas y media. Y ahora me siento como si llevara nueve años y medio sin beber. ¿Comer sólo con agua?, me pregunto retóricamente. ¡Anda ya! Y me echo un vaso antes del primer bocado. Y así sucesivamente.
¿Sobrepeso? Eso consiste en ir a la báscula demasiadas veces, por desocupación y aburrimiento.
«Yo estoy en mi peso perfecto», decía mi amigo Rafael cuando todavía andaba en plena producción profesional. «Que como más, peso ciento diez kilos; que como menos, peso ciento diez kilos. Estoy en mi peso perfecto». Ahora, jubilado, Rafael se dedica a cuidar de sus nietos, de su hortaliza y de sus ciento diez kilos.
Por su parte Murakami -en su libro De qué hablo cuando hablo de correr– sopesaba que hay que ver lo que supone ganar tres kilos y tener que llevarlos con uno a todas partes, especialmente lo que supone llevarlos con uno a los entrenamientos y a las carreras pedestres. ¡Claro! Pero lo sabio no consiste en que uno se adapte a las carreras, sino en que las carreras se adapten a uno.
O dicho con palabras de Cristo. «No se hizo el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre». Cristo sí que sabía de la vida. Y del peso perfecto.
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