En mi pueblo, allá por los cincuenta del veinte, no había agua corriente, ni cuartos de baño, ni cosa que se les pareciera. Y las personas humanas hacíamos nuestras necesidades como las personas caprinas, es decir, donde las necesidades se presentaban; aunque, eso sí, con un punto de discreción y vergüenza que no tenían las cabras: elegíamos el rincón menos visible.
Los hombres lo buscaban en el campo; las mujeres, en corrales o cuadras; los niños, por doquier. Recuerdo ver a alguno de los muchos Silvestricos haciéndolo encaramado en la copa de la higuera, como si fuera un gorrión.
Cuando se me presentó tener que irme al seminario, a los doce años, pensé que lo que me resultaría más difícil sería cagar en un váter. Pero no fue así como ocurrió, me acostumbré a la primera.
A los dieciséis, cuando deserté de la curillanía y me quedé con mi familia y en mi pueblo, volví a la ausencia de agua corriente, de duchas y de cuartos de baño.
Y una malhadada y plácida tarde de primavera, estando yo a lo mío de la evacuación al abrigo de un balate gratamente cubierto de parras y de pastos, oí voces femeninas y apresuré la acción. Así que, estando yo aún con los pantalones a medio subir y con el regalo aún entre las piernas, hicieron su aparición la madre y la hija (la madre, una matrona entrada en carnes; la hija, una belleza).
Después de aquel inoportuno encuentro, no cejé hasta habilitar la rústica casa familiar con cuarto de baño, con ducha, inodoro y pozo ciego -robándole un trozo al corral-. Pasados algunos años, llegó el agua corriente.
Y fue pasando el agua. Y fue pasando el tiempo. Pero hemos seguido siendo parientes de las cabras, aun con cuartos de baño.
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