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La señora del poeta

En lo que más palmariamente estuve fracasando en mi labor de profe de Lengua y Literatura, fue en mi propósito de despertar la sensibilidad y el interés de los alumnos por la poesía. Por la buena poesía, que la horrenda, a veces escrita por ellos mismos, les encantaba.

Y no creo que mi fracaso se debiera a que me ponía muy pesado con los comentarios de texto, ya que yo los detestaba más que ellos: los comentarios minuciosos, encorsetados, estomagantes. La mejor forma de presenciar el prodigio de una obra de arte, pintura, música, poesía o, es el silencio. Silencio sobrecogido y arrobado, del que se debe bajar sin apremios.

A los mayores, los alumnos de 2º de Bachillerato, desde que tuvimos las facilidades que nos brindan el ordenador y la impresora, les preparaba selecciones de poemas, elegidos uno a uno por mí, conjugando mi gusto personal con el grado de dificultad y de disfrute que podrían encontrar en ellos mis queridos destinatarios.

De una de la selecciones que he conservado, copio ahora un poema, uno de los que pasaron reiteradamente por las aulas:

 

PROFESORA DE INGLÉS

 

Viene rauda, veloz, penetra en casa

igual que la Ocasión –la pintan calva,

pero qué va, qué va: largos cabellos

temblorosos de luz, ojos azules

y piernas largas, largas, largas, largas…

Yo me muero mirándola –¡oh tormento!—

pasar ante mis ojos trastornados

que no la han de tener ni aquí ni en Francia,

ni a la luz de un farol en Central Park.

Yo me muero mirándola –¡qué espanto!—

y siento el corazón que se disloca,

las manos que me sudan, la cabeza

que se pone a girar… Menuda gracia

que le hará a mi señora este poema.

 

Víctor Botas, Las rosas de Babilonia.

 

Ante poemas como éste, solía este profe soltar la advertencia: «Atención, no identifiquemos el yo del poema con el yo del autor. El poeta tiene tanto derecho a inventar como el novelista o el dramaturgo. Así que lo mismo este poeta no está casado, o no tiene hijos, o los tiene pero no les ha proporcionado ninguna profesora particular de inglés».

Yo nunca me he interesado especialmente por la vida de Víctor Botas; sí por su poesía. Sabía que su entrega a su vocación de escritor, de poeta sobre todo, fue tardía; y sabía de su amistad con quien, en mi opinión, es actualmente el mejor conocedor de la poesía española, José Luis García Martín. También supe que su muerte fue temprana: no llegó, aunque casi, a los cincuenta. Sabía que estaba casado. Lo que no he sabido hasta ayer es la identidad de la esposa, Paulina Cervero, a quien yo conocí, en Oviedo, cuando tal vez ella ni siquiera tenía noticia de la existencia del que había de ser su Víctor. Recuerdo bastante bien aquel encuentro y aquella charla con Paulina, a finales de los setenta.

Ahora tengo ante mí dos libros de Víctor Botas. El primero, Las rosas de Babilonia (1994), está también integrado en el segundo, Poesía completa (1999). Lo volveré a leer, ya asociado al recuerdo de Paulina, y a toda una serie de recuerdos míos de aquella época.