Lo más probable es que cualquier visitante de este blog, al leer la palabra del título de hoy, piense que nos estamos refiriendo al sustantivo formado a partir del adjetivo íntimo. Un adjetivo, recordemos, en grado superlativo; que no tiene grado positivo (se forma a desde la preposición-prefijo in-, en, dentro de) y cuyo grado comparativo es interior.
Todos pensamos inmediatamente en el sustantivo intimidad porque alude a un referente que valoramos mucho: el territorio más nuestro, el espacio más propio de cada uno, del que sólo nos puede despojar la muerte o la alienación extrema, la enajenación mental. De ahí que refugiarse en la intimidad sea como acogerse en sagrado, resguardarse en un espacio inviolable, al menos dentro de unas coordenadas de civilización.
Sin embargo ese sustantivo tiene un homónimo en el que quizá no hemos pensado: efectivamente, intimidad es también la forma plural del imperativo de intimidar. Verbo cuyo núcleo etimológico es el verbo latino timeo, temer. De tal verbo deriva el adjetivo tímido, el que habitualmente teme. Y de tal adjetivo, el verbo intimidar. Intimidamos a alguien cuando lo obligamos a convertirse en un tímido. También en el verbo intimidar está el prefijo in-, pero aquí con su otro significado, el de agresión destructiva.
Pero estos dos homónimos, intimidad e intimidar, alejados en etimología y significado, tienen, en sus respectivos referentes, una llamativa relación: cuando intimidamos a una persona, la obligamos a refugiarse en su intimidad. Vemos, por tanto, que no es lo mismo intimidar, que amenazar. Cuando amenazamos a alguien, probablemente lo estamos induciendo a que se busque un refugio, el que en cada caso convenga según el tipo de amenaza. Cuando intimidamos, el objeto de nuestra intimidación no encuentra refugio en su entorno, y espera ocultarse en su propia intimidad.
Lamento que, tras tan prolija introducción acerca de esta pareja de palabras, intimidad-intimidar, nos quede poco espacio para la reflexión psicológica y moral subsiguiente. Intentaremos resumirla.
Ya sabemos lo inmoral y abusiva que es la práctica de la intimidación en los ámbitos escolar y laboral, el bulling y el mobbing. Pero igual de inmoral y destructivo, o incluso mucho más, puede ser acceder a la intimidad de alguien, por la vía del falso amor o de la falsa amistad, de la falsa autoridad moral o religiosa, para, una vez alcanzado ese reducto último de un individuo, arrasarlo, aniquilarlo, aventarlo, destruirlo.
Siempre existe el riesgo, especialmente para los menores (entorno familiar, educativo, religioso) de contacto con personas que, desde un pretendido amor o amistad o autoridad, consiguen, con su intimidación aparentemente bondadosa, que se les abran las puertas de la intimidad. En la que lo único que hacen es depositar un veneno. O una carga explosiva.
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