Por su aspecto, a primera vista, se asemejaba sobre todo a la imagen que uno tiene del inquisidor dominico del siglo XVI: seco, adusto, asceta, riguroso, implacable.
Pero nada más alejado de la realidad: cordial en toda ocasión, sonriente y luminoso, conversador infatigable, siempre atento a los matices en las réplicas de su interlocutor, vivamente interesado por todo lo humano.
Para acercarse a un alumno o grupo de alumnos y ponerse a charlar amigablemente, cualquier lugar era bueno: un pasillo, la calle, el supermercado.
Sano y deportista. Para que se bebiera una cerveza de las de verdad, con alcohol, tenía que haber una no pequeña celebración. Y hablaba de las virtudes del agua potable con las mismas sutilezas y primores que otros emplearían al hablar de los riojas o los montillas.
Obrero y artesano en su casa, para tenerla hecha un auténtico palacio. Y ciclista de acero.
Me lo encontré una mañana de abril o mayo, este año. Venía caminando en dirección opuesta a la mía. Y me extrañó:
-¡Cómo es que te estás paseando a estas horas! ¡Cómo es que no estás dando clase en el instituto, como es tu obligación! -le espeté con el fingido -no del todo- recochineo propio del jubilado ante un viejo colega que tiene que continuar acudiendo al tajo cada día laborable. A él le quedaban unos cuantos años de laboreo antes de llegar al retiro.
-Estoy en baja de larga duración. Me han operado de cáncer de próstata -me respondió con la sonrisa de siempre.
Ahora la Parca, que no sonríe ni conversa con nadie, sino que apunta aleatoriamente con su descarnado índice, lo ha tumbado.
Mi sentido pésame a su esposa, a sus tres hijos. Y a todos los que lamentan su pérdida.
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