La tercera novela de María Dueñas, La Templanza, está a la altura de las dos que la preceden. Aunque no escribiera una cuarta, la autora merecerá, hoy y siempre, un puesto de honor en la narrativa hispánica.
Ciudad de México, La Habana y Jerez son los núcleos de lugar en los que se estructura la historia. El tiempo, en torno a mil ochocientos sesenta y algo.
María Dueñas construye y escribe historias optimistas: tenemos motivos para confiar en la capacidad humana, que va avanzando bien hacia el futuro; y, en el ámbito individual, no hay que rendirse nunca, hay que luchar mientras la sangre fluya por arterias y venas.
Son un canto a la vida estas novelas. Esta tercera lo es sin duda. Un «gracias a la vida». Y siendo ello así, no resulta chocante, al contrario, que las últimas cuatro páginas del libro, bajo el epígrafe de «Agradecimientos», estén redactadas con la misma firme pulcritud de todo el libro. Insisto: no son una enumeración o listado, sino parte de la obra. Y merecen ser leídas con la misma atención, si no más, que todo lo anterior. Aunque los nombres individuales correspondan a personas que nos son desconocidas, leámoslos con atención, pronunciémoslos con cuidado, mentalmente o en voz alta. Y lo mismo o mejor las apelaciones colectivas que van apareciendo: «A los amigos que han recorrido conmigo algunos de estos escenarios», por ejemplo.
Y el broche final, que remite a la dedicatoria inicial, individual, sencilla y emotiva; es esta: «A mi padre, Pablo Dueñas Samper, que sabe de minas y gusta de vinos.» Así que la última frase del epílogo «Agradecimientos» está colocada en ajustada correspondencia de circularidad: «A pesar de ser de principio a fin una ficción, esta novela pretende también rendir un sincero tributo a los mineros y bodegueros, pequeños y grandes, de ayer y de hoy.»
Una buena lectura para agosto esta novela.
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