En muchos países mucha gente está viviendo en situación agónica, o muriendo sin remedio, o buscando ansiosamente la puerta de la emigración. Le echamos un vistazo a la portada de cualquier periódico, y eso es lo que encontramos.
Pero no por ello dejamos de pensar, egoístamente si se quiere, en los problemas que tenemos más cerca. Que son problemas, muchas veces, incruentamente sangrantes. El del fracaso escolar en España, por ejemplo. El de la juventud española en paro, por ejemplo.
Problemas, sí, para nosotros sangrantes, pero que nuestros malhadados vecinos anhelan recoger para hacerlos alegrías, como Segismundo los de Rosaura en la vida es sueño: hallo que las penas mías / para hacerlas tú alegrías / las hubieras recogido.
Es evidente que, de los dos problemas arriba mencionados, fracaso escolar y paro juvenil, somos responsables, en amplia medida, los progenitores. Porque, a la hora de educar, hemos sido absentistas. Es tan pesado estar siempre encima de los niños, revisándoles la ropa, preparándoles la merienda, enseñándoles juegos o corrigiéndoles el lenguaje y los modales. Más cómodo, por ejemplo, dejarlos enchufados a una pantalla, viendo las musarañas, mientras nosotros hacemos nuestra vida, tan ricamente.
Después, cuando ya han llegado a la mayoría de edad, con los dieciocho años cumplidos y el bachillerato mal que bien acabado, nos ha entrado el afán de protegerlos, de arroparlos, de acunarlos.
-Niño, para hacer ese trabajo tan mal pagado, tú no te vayas de casa. Aquí tienes tu habitación, aquí no te va a faltar la comida ni la ropa.
Así que, en vez de darles el empujoncito de ánimo para que se echen a volar por su cuenta y riesgo, para que asuman las riendas de su vida, los hemos acobardado, les hemos inoculado una dosis de miedo en el cuerpo.
Ya no podían seguir siendo niños, pero nosotros no hemos querido que se conviertan en adultos, hemos preferido que se queden con nosotros, acobardados, desactivados, inermes.
En el inicio de la vida de adulto es inevitable siempre un momento de ruptura: la del cordón umbilical psicológico. Ahí acaba la infancia y comienza la vida de adulto.
Y bienvenidos sean los que llegan a esta tierra de fracaso y paro como Rosaura a Polonia: a buscar su alegría.
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