A lo largo de mi vida he salido muy poco de España. No obstante, tres veces me he visto acogido por nuestra vecina Francia. Lo digo así porque allí siempre me sentí bien acogido y bien tratado. Siempre hubo quien me dijera que hablaba muy bien en francés, quien me abriera la puerta de su casa y me sentara a su mesa.
La segunda vez fue hace cuarenta años. De hecho, regresé -regresamos, el equipo de trabajadores del que yo formaba parte- pocos días antes de que muriera Franco, muerte de la que se cumplen mañana mismo los cuarenta.
Entonces yo andaba acabando mis estudios universitarios. Cuando salimos de Granada, en tren, hacia la frontera, yo acababa de examinarme, convocatoria de septiembre, de las dos asignaturas que me quedaban del último curso. De las cuales no pude examinarme en junio porque contraje -el día 13 amanecí fatal- una severa y peligrosa enfermedad: las fiebres de Malta.
Yo era joven, tenía un cuerpo vigoroso. Y además me trató un buen internista de Granada. El caso es que, aunque las primeras semanas fueron muy penosas, me fui curando a lo largo del verano. Y en septiembre, una vez examinado de las dos asignaturas que me habían quedado, me fui con el equipo de mi amigo Manolique -o Philippe, según lo llamaban los franceses, por su segundo apellido, Felipe-, nos fuimos a la campaña de la grappe. Cargábamos, a horca y pala, el orujo en camiones, recorriendo las prensas de las bodegas; y lo llevábamos a la destilería de M. Dugas, en Port de Genissac, proximidades de Burdeos.
Recuerdo que los dos primeros días me sentí más bien débil. Así que me di una semana para recuperar la forma. Y la recuperé de sobra. Trabajé, me lo pasé bien con los compañeros españoles y franceses, gané un dinerito.
Al volver a Granada, me informé de mi nota en aquellas dos asignaturas. Había aprobado. Y Franco la palmaba. Comenzaba otra etapa en mi vida, y otra etapa en la vida de este trabajoso país llamado España.
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