En entrada reciente (22-11-15) mi memoria hacía repaso de los que fueron mis compañeros de clase en San Cecilio. Algunos más recordé después, que ya no entraron en el recuento. Gajes de la memoria.
Hoy, andando por la calle camino de la farmacia -sólo un resfriado-, me he acordado de uno de aquellos compañeros, del treveleño Manuel Casares Álvarez. Y por asociación inevitable, de su primo, José Álvarez.
Éste, seguramente, era más sensible y atento; y más vivo que el hambre; pero su cara lo traicionaba: era una cara de paleto sin paliativos.
Su primo, el brutísimo Manuel, era un caso de manual. Andaba siempre «echao palante», como un espartano de las Termópilas, el cuerpo oscilante, como el que busca asegurar un pie antes de mover el otro. Y tenía unas fuerzas de coloso. A mí, que no era en absoluto un esmirriado, me levantaba como si yo fuera un muñeco de paja, un espantapájaros que hay que enganchar en una rama de la higuera.
La verdad es que estos alpujarreños tenían sus trucos para mantenerse robustos: sus familias les llevaban cajas de embutidos caseros -altísima calidad- y ellos, al salir del comedor después de la cena, se metían «una hogaza en el seno», un pan redondo, de medio kilo quizá, protegido entre el jersey y el sobaco; y, cuando se apagaban las luces en el dormitorio, reunidos en pequeños grupos sigilosos, hacían una sobrecena en la que se ponían tibios. Así cualquiera.
Hoy, camino de la farmacia, he recordado una frase que repetía el compa Casares: «los hombres tienen que oler a tabaco y a vino; y las mujeres, a colonia y al polvos.» Me he acordado mientras veía los anuncios que proliferan en esta época prenavideña, en los que yo nunca sé si anuncian colonia o anuncian polvos.
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