A estas alturas de la historia, parece lógico que las vivencias netamente basadas en dogmas o doctrinas religiosas fuesen mayoritariamente, casi universalmente, consideradas residuos de sociedades primitivas, arcaicas, que tapaban la ignorancia con la superstición.
Pero no es así. No sé en qué proporción, pero a la vista está que una mayoría amplia de seres humanos adultos se consideran creyentes de una u otra manera.
De una u otra manera, insisto. Porque algo de la libertad que necesitamos -como el aire para respirar- se cuela en esas creencias, en forma de elección voluntaria, de disidencia, de adaptación personal: «yo soy católico, pero…», «yo soy musulmán, pero…», «yo creo en Tal, pero no en Cuál». Además, en última instancia, todos sabemos que nos pueden quitar la libertad externa con la cárcel o el terror, pero es mucho más difícil que nos quiten la libertad de pensar, de sentir, de simpatizar. Por tanto, las vivencias religiosas, incluso la confesionalidad religiosa, no son excluyentes de la libertad individual.
Así que seguimos siendo minoría los que abiertamente nos consideramos no creyentes, aunque nos emocionemos ante un paisaje, un poema o una gracia infantil. Los que aceptamos que la vida nos va a tratar como al resto de los seres vivos cuando muramos: nos convertiremos en materia inerte, «en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada», para decirlo con un verso de un poeta muy grande.
Quede, por tanto, claro que todas las posturas, de creyentes o de ateos, me parecen aceptables. Salvo una: la del fanático que considera que fuera de su rígido dogma no hay salvación posible, ni merece la vida quien no lo comparte.
Y de todas las posturas aceptables, hay una que me parece la mejor: la de quienes saben poner una pizca de buen humor, de divertido distanciamiento, respecto a las creencias humanas. Como el querido campesino que, hace pocos días, me contaba la anécdota de otro labrador; de uno que tenía en su huerto un improductivo albaricoquero; con cuyo tronco, un escultor talló un San Sebastián; y el trozo sobrante lo convirtió en un pesebre para el burro del hortelano. Y luego éste le recitaba al santo algunos guasones versillos: «Del pesebre de mi burro / eres hermano carnal»…
Porque se puede llevar la vida sin religión; pero es imposible llevarla sin buenas dosis de buen humor.
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