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Hazañas domésticas

Porque con frecuencia son tema de conversación los accidentes domésticos sin tipificar, o sea, sin distinguir los que se producen en el desarrollo de una acción rutinaria, sin dificultad aparente ni peligro alguno, de los que tienen lugar en la realización de tareas que entrañan riesgo en mayor o menor grado. No es el mismo riesgo el de caer al vacío por o desde una ventana que el de despellejarse un trocito de dedo con el rallador.

Ya sé que hablar de los peligros que nos acechan en casa es algo que suena a limitado, pobre, gris. Pero este ámbito es parte esencial de casi cualquier vida. Y recordemos: donde el cuerpo, el peligro.

Además, para hablar de los peligros que se ciernen (lleguen o no a golpear) por el ancho mundo, están los periódicos, las televisiones y los blogueros intrépidos y aventureros. Este, en cambio, es el blog de un profe de lengua y literatura jubilado.

Anteayer, por ejemplo, estaba un servidor enfrascado en su sección de lectura matutina cuando sonó un ruido extraño y próximo. Pero no tan neto y definido como para que identificara su origen: me pareció proceder de la casa de los vecinos. Craso error. Cuando inspeccioné mi entorno con intención de asegurar el perímetro, pude ver que la persiana del cuarto en que estaba, y ahora estoy, se había desplomado por la rotura de la cinta. Sin peligro alguno para mi persona, bien es cierto. Yo no estaba asomado a la ventana ni la persiana cayó sobre mi cuello como una guillotina. ¿No había peligro entonces? No lo había; solamente un bloqueo absoluto para la luz solar. ¡Ah! Pero habrá que cambiar la cinta, y he ahí la hazaña doméstica. No la de comprar la cinta en la ferretería, claro que no. Sino la de instalarla. Tendré que subirme a la escalera de mano. ¡Ah, la escalera de mano! De ella me caí cuando estaba instalando estas estanterías que ahora me rodean. Ocurrió, por tanto, hace veinte años. Caí y, cuando choqué contra el suelo, con todo el cuerpo a la vez, sentí que me había matado. Por suerte me levanté, me sacudí y comprobé que no tenía fractura ni magulladura. Seguramente había sido eso lo que me había salvado: golpear el suelo con todo el cuerpo a la vez, con lo cual se repartió y se aminoró el impacto. Eso y tener veinte años menos que ahora.

No obstante, yo he seguido poniendo los pies en la escalera de mano cada vez que ha hecho falta, con algún que otro susto que no ha pasado de tal.

En fin, la cinta ya ha sido repuesta, no obstante algunas incidencias por las que asomó su mirada oscura la tragedia. La hazaña doméstica ha sido llevada a cabo con éxito.

A saber en qué consistirá la próxima. Lo que sí sé es que yo, que nunca he tenido manos de menestral sino manos educadas por curas (para coger con primor objetos litúrgicos, o la estilográfica para la escritura de asientos en los libros de registro parroquial), cada año o cada mes, voy a estar más torpe para este tipo de empresas: torpe de manos, de vista y de pies.

Así que no hace falta salir de casa para constatar que la vida es milicia; y que al soldado que llega a convertirse en veterano, porque no ha muerto antes en combate, no le queda otro futuro que una oscuridad como la que se produce cuando se rompe la cinta de la persiana.