Quizá acertemos si explicamos la vida como una búsqueda constante del equilibrio. Porque el ser vivo es un continuo cambio a la vez que un continuo permanecer. Todos queremos ser más sabios, más guapos, más ricos, sin dejar de ser nosotros mismos.
Lo dicho es una introducción. Centrémonos un poco. Hablemos de nuestra relación personal con el espacio que consideramos nuestra casa, nuestro hogar. Una realidad en la que el Homo sapiens no pensó hasta ayer, como quien dice. Porque si «nuestros primeros padres» aparecieron hace 200.000 años, en África oriental, sus descendientes no pensaron en llamar dulce hogar a ninguna oscura madriguera hasta hace unos 10.000 años, cuando les dio por echar semillas en un trocito de tierra con la intención de recogerlas multiplicadas al cabo de unos cuantos meses; cuando les dio por convivir con unos cuantos animales para aprovecharse de ellos arteramente y sin contemplaciones.
Entonces la vivienda estable se convirtió en una aspiración universal. Un agujero, un hueco seguro en el que guardar un utensilio o un amuleto, en el que colgar un trozo de comida, yacer y dormir con algo de compañía o de comodidad, proteger unas cabras o unos hijos.
¡Cuánto ha cambiado el mundo en estos diez o doce mil años últimos! De las escasas y minúsculas poblaciones a las imponentes megaúrbes, de las pocas y estrechas veredas a las inmensas autovías, del mísero candil a la ubicua iluminación eléctrica.
En una calle de esa ciudad, cuyo nombre es Tal, tengo yo mi piso, mi apartamento, mi casa. Y guardo bien la llave de su puerta, que no abriré antes de que haya pasado un trimestre, un mes, cuatro días, dos horas.
Pero tampoco esto es concretar. Yo quería hablar hoy del portarrollos de la cocina de mi casa, de los años que tiene y de lo que ha cambiado en esos años. Y sobre todo quería hablar de la persona que nos lo regaló, de su relación con nosotros y de nosotros con ella. Esta persona que ahora está enferma…
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