Fui alumno universitario durante el último lustro del franquismo. La universidad no estaba tan masificada ni tan dotada como ahora. Carrera «de Letras» la mía. Y decíamos entonces: «El que vale, vale; y el que no, pa Letras».
Entre el profesorado había de todo: bueno y malo (lo que demostraba que el proceso de selección necesitaba una reforma). Con los malos profesores nos aburríamos; con los buenos, tomábamos apuntes. El que estos buenos profesores hubieran hecho una sencilla edición de su materia (la imprenta ya estaba inventada), habría ayudado a dinamizar las clases, a liberarnos de nuestro monótono papel de sufridos amanuenses.
De la experiencia de mis hijas (todavía me queda una de ellas en plena inmersión universitaria) deduzco que la cosa no ha cambiado casi nada en cuanto a la calidad del profesorado.
En los últimos años, o mejor lustros, según yo me iba acercando a la edad de la jubilación, constataba que, mientras mis colegas en la docencia media (ESO y Bachillerato), suspiraban por llegar vivos a esa bendita fecha de la jubilación, los profesores de universidad no pensaban en tal futurible, dispuestos, si los dejaban, a morir plácidamente en el benigno ejercicio de sus funciones.
Mi amigo JS, catedrático de Historia Contemporánea, desde su amplia experiencia, me matiza: viven muy bien, pero se quejan de «la carga docente».
Anteayer, sin embargo, otro catedrático de Historia Contemporánea, Enrique Moradiellos, publicaba en el periódico El país, una muy interesante tribuna en la que «se quejaba», no de la carga docente, sino de la carga burocrática: hasta un 25% de su tiempo laboral tienen que dedicar los profesores a las tareas burocráticas, lo cual no deja de ser una monstruosidad en estos tiempos de Internet y de ordenadores omnipresentes.
Que tal aberración ocurra, a mí no me extraña. La veo en consonancia con nuestra manera de ser y de arreglar lo que no va bien. Con poco esfuerzo, por parte de los que ejercen el poder político, éstos idean un sistema, no encaminado a mejorar la calidad, sino a mejorar la apariencia: el interesado podrá constatar, en informes, memorias, programaciones, estadísticas de alumnos matriculados y de titulados, que la cosa va «bien… to en pompa».
Es la manera que tenemos de funcionar los españoles desde la Contrarreforma católica, papista, del siglo XVI (cuando comenzamos a confundir la religión con los ritos externos y el boato de las procesiones). Desde entonces confundimos el rábano con las hojas; y de hojas burocráticas hemos empapelado el país.
No hay un mal específico de la Universidad, ni de los institutos de enseñanza media, ni de la política, ni de la economía. Hay un mal general de la sociedad: buscamos arreglar la apariencia, lo que pueden ver nuestros vecinos o jefes o colegas; no el meollo, la realidad subyacente.
Lo nuestro es puro teatro.
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