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Hablar

Como las terrazas de los cafés han invadido aceras y zonas peatonales, paso junto a una mesa en torno a la cual se sientan cinco o seis personas, casi todas mujeres en torno a la treintena. Aunque mi paso en su proximidad dura tan poco tiempo, me es suficiente para percibir que al menos tres de ellas están haciendo simultáneamente uso de la palabra. ¿A cuál de ellas prestarán atención los otros reunidos? Me inclino a creer que a ninguna. Simplemente están esperando un pequeño hueco para iniciar su propio canturreo. Porque eso es lo que piensa el paseante que están haciendo, no hablar, sino canturrear como las golondrinas u otros pájaros que tan alborotados andan, o vuelan, en cuanto llega la primavera.

Cualquiera esperaría, para el acto de hablar, una actitud más prudente, más respetuosa, más atenta al entorno. Porque fue la cualidad del habla la que hizo humanos a los de nuestra especie, a la que, más que con el de Homo Sapiens, deberíamos distinguir con el apelativo  de Homo Loquens. Lo que es sapere, degustar, tener sentido para discernir en su hábitat o ambiente, muchas otras especies, o todas, lo tienen, les es necesario para la vida.

En nuestros orígenes culturales latinos, el infante o infantil era el parvulillo que aún no había llegado a la edad de hablar, expresado con una etimología más antigua, la del verbo fari, sinónimo de loquor.

Cuánto nos hemos perdido el respeto los humanos al pervertir o rebajar el noble valor de los actos de habla.

Al autor de este apunte no le cabe duda del peso, en los orígenes de tan evidente degradación cultural, del desastre educativo en los institutos de secundaria actuales, convertidos en cárceles para adolescentes —ése es el delito que han cometido: ser adolescentes—.

A partir de ahí, las gentes sin educación no valoran el esfuerzo útil, según aquel lema de la Ilustración, Quid verum, quid utile, sino la bobalicona ociosidad, el estúpido aturdimiento, las sandeces y las pullas convertidas en espectáculo.

Y eso es lo que nos ofrecen, un día tras otro, nuestros políticos, tanto en los debates parlamentarios como en las ruedas de prensa (suerte que nos libramos de las reuniones a puerta cerrada, que ésas sí que serán para llorar de vergüenza): nos ofrecen circo barato.

Volvamos a los institutos. Porque, según las informaciones que uno recibe, comenzamos razonablemente bien el proceso educativo, en las etapas infantil y primaria. Y es al llegar a la secundaria cuando la cosa se estropea irremediablemente. No: no puede ser irremediablemente. Tenemos que encontrar remedio a tan grave mal. Y entonces, cuando tengamos mejores ciudadanos, tendremos, sin duda alguna, mejores políticos.

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