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Jornada electoral

Aún no ha pasado una hora desde que abrieron los colegios electorales; pero yo ya he depositado mi voto.

Como esta vez, con el lógico enfado por la repetición de elecciones, he ido echando la propaganda electoral, sin pararme a mirarla, en el cajón para el reciclaje, hasta hace un rato no había leído la carta de Esperanza a sus padres, incluida en la propaganda de Unidos Podemos.

Es una carta ñoña, artificial, falsa. Un ejercicio literario de nivel de bachillerato, sólo que con la ortografía repasada y corregida.

La idea es buena. Quizá en estas elecciones esté más marcada la diferencia de opción entre padres e hijos. Pero tanto unos como otros lo saben, y procuran no meterse en discusiones en las que nadie va a convencer a nadie; y lo que podría ocurrir es que uno u otra se pasara de temperatura y soltara un exabrupto del que después debería pedir perdón.

La situación laboral de este país es especialmente negra para los jóvenes. Todos lo sabemos. Cómo no lo vamos a saber los padres que tenemos hijos de entre veinte y treinta años.

Pero también sabemos que la inmensa mayoría de nosotros lo tuvimos mucho peor. Si no en la edad que nuestros hijos tienen ahora, sí cuando éramos niños, sí cuando estábamos accediendo a la juventud, y España era un país miserable en todos los órdenes.

Es verdad que entonces el país mejoró, se acabó la dictadura, llegó la democracia, la libertad de expresión, la integración en Europa.

Después estalló la crisis, tras el boom del ladrillo, y nuestro gozo fue cayendo en el pozo.

En los últimos años, algo se ha sujetado la debacle, aunque hayan sido atendidos, ante todo, los problemas de las grandes finanzas, con postergación de las modestas economías domésticas (y aunque haya triunfado esa sinvergonzonería, tan mediterránea, que Celestina sintetizaba con el refrán «a tuerto o a derecho, mi casa hasta el techo»).

Si una casa tiene una estructura sólida, no se piensa en derribarla para construirla otra vez (la estructura que nos construimos en la transición, con la Constitución del 78, es sólida). Se piensa en reformar lo necesario: la solería, una esquina del tejado, algunas puertas, la pintura, frigorífico y lavadora nuevos.

Pensar en echar la casa abajo para empezar de nuevo puede ser muy peligroso, aparte de torpe. Podría suceder que no nos alcanzara la economía para tanto coste. E incluso que, llenos de frustración y de odio, utilizáramos los cascotes del derribo para machacarnos con familiar e incontenible reciprocidad.