El la película de Spielberg El puente de los espías, que algunos hemos visto recientemente en la tele, hay una escena en la que aparecen el espía ruso, ya preso y juzgado por sus delitos de espionaje, y su abogado, oyendo, de un doméstico y modesto aparato de radio, ambos con atención casi religiosa, una pieza musical de Dmitri Shostakóvich. Al final de la cual el ruso, con emoción contenida expresa: «Dmitri Shostakóvich, qué gran músico».
Efectivamente, dicho sea también desde mi oceánica ignorancia en la materia: un gran músico. A pesar, o quizá en parte por ello, del constante sufrimiento a que se vio sometido viviendo en la peligrosa Rusia de Stalin, en la que era tan fácil que un artista recibiera —en las horas en que sabes que no es el lechero— una visita de la policía política, y desapareciera para siempre.
Hemos tenido ocasión, también muy recientemente, de leer la novela, totalmente fiel a la historia, que Julian Barnes dedica a la vida de este músico: El ruido del tiempo. «El arte es el susurro de la de la historia que se oye por encima del ruido del tiempo» (pág. 105).
Pero el miedo constante, y fundado, no impidió a Shostakóvich ir construyendo su ingente y magnífica obra.
A mí, en lo poquísimo que la conozco, me llama la atención la ambigüedad permanente, la incitación a la risa entreverada con el llanto, a la contemplación de lo heroico mezclado con lo bufo. Algo propio del artista que se ha visto obligado a vivir vigilado por el régimen, a expresar con mucha cautela y disimulo sus verdaderos sentimientos. En esto, al escritor español que más me recuerda es a Cervantes: otro artista inmerso en un mundo lleno de ignorancia, de prejuicios, de ejercicio arbitrario del poder político y religioso, añadido todo ello a la penuria de medios materiales. Y siempre poniendo una sonrisa en la tristeza.
Disfrutemos, mientras podamos, a pesar de los problemas, de la música de Shostakóvich, de la literatura de Cervantes.
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