Camino por el barrio que atravesaba a diario para ir andando al instituto, con mi carterona cargada de libros y cuadernos sujeta con la mano izquierda, la mano tonta: ya que no sirve apenas para otra cosa, que lleve la cartera.
Ahora el dedo medio de esa mano es mi «dedo en resorte», medio inservible si no es para causar dolor y molestias. Se está vengando por todo lo que lo estuve haciendo trabajar, acarrear cartera.
Mientras pienso en todo eso, en ese dedo que se engatilla vengativo y amenazador, veo —entre las doce y las trece horas, más o menos— a abuelas cargadas con pesadas bolsas de plástico. Son mujeres de mi edad, o incluso mayores, y llevan con estoicismo africano su pesada carga. Alguna de ellas se para y suavemente posa las bolsas en el suelo de la acera para descansar. Otras mantienen su paso sereno y decidido, erguidas y enteras en la tarea. No todas parecen haber salido de algún supermercado: alguna, según mis cálculos, es más probable que haya hecho la carga en alguna organización de caridad.
Y veo a jóvenes haciendo el caballito con la moto, y a otros jóvenes jugando a las cartas en un poyete o pretil frente al bar.
Y veo a una chica —acompañada quizá por su madre— arreglada y maquillada como para una gran fiesta: demasiado temprano, se me ocurre pensar.
Cuando yo atravesaba el barrio para ir al instituto, con la pesada carterona enganchada en mi sufrida mano izquierda, en torno a las ocho de la mañana, el barrio era un valle dormido, que comenzaba a desperezarse precisamente en las proximidades del instituto, por las que empezaban a circular, como ciegas hormigas, cada cual porteando su plúmbea mochila, los alumnos del instituto.
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