- Paseando el domingo por la zona de la playa, mi mujer y yo saludamos a un antiguo querido colega. Cuando continuamos el paseo, comentamos que a ambos nos ha llamado la atención su aparato de ortodoncia, algo que asociamos más con los alumnos del instituto que con los profes cuarentones. Pero, por supuesto, está muy bien: cualquier edad es buena para mejorarse la boca.
- La primera vez que me llevaron al dentista, en Granada, no tendría yo más de nueve o diez años. Yo, con mi madre; y mi prima Elena, un año mayor que yo, con la suya, la tía Antoñica. A la Elena la sentaron en el potro de tortura antes que a mí. Y desde la sala de espera oíamos sus gritos. Lo cual me sirvió a mí para darme cuenta de lo inadecuado de tanto escándalo, ¡qué vergüenza! Yo no grité.
- Al volver a casa durante mi primer año de seminarista, no recuerdo si por vacaciones de Navidad o de Semana Santa, me encontré a mi madre con la boca completamente sumida entre la nariz y la barbilla: le habían sacado todos los dientes y muelas. Mi madre andaba por los cuarenta y tres años. Y murió a los noventa: más de media vida, por tanto, con dentadura postiza.
- En el precioso libro de memorias de Anchee Min titulado en castellano La buena lluvia sabe cuándo caer, la escritora, al final de su relato, se muestra especialmente orgullosa y feliz por dos acontecimientos de su vida: la admisión de su hija Lauryann en la Universidad de Stanford, y el haberle podido costear a su padre, en Estados Unidos, una nueva dentadura a base de implantes. El padre es ya un bondadoso anciano, superviviente de una durísima vida en China. Y ahora está feliz con su impecable dentadura.
- En una teleserie cuya primera temporada ya he terminado de ver, Deadwood, una mujer joven y elegante quiere tener un gesto de atención y cortesía con otra mujer igualmente joven y distinguida. Por lo cual la primera se presenta en la habitación de hotel de la segunda (estamos en el oeste de los pioneros americanos). Después de los saludos y primeras muestras de deferencia, la visitante le ofrece un presente a la visitada: en un flamante pañuelo pulcramente doblado, le lleva unos cuantos dientes y muelas de su padre —del padre de la que se hospeda en el hotel—. La visitante los había recogido del suelo, adonde había ido a parar a consecuencia de una tanda de puñetazos.
- Por fin voy yo a revisión a mi clínica dental de confianza, después de varios años de abandono. Como no he notado ninguna molestia importante… Lo primero, una limpieza. Luego se tomará nota de los desperfectos que hay que arreglar. La ayudante de la jovencísima odontóloga tiene que ir a buscar una ficha nueva: a la vieja ya no le caben más anotaciones.
- La cita literaria: —¡Sin ventura yo —dijo don Quijote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba—, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada. Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante; mas a todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería. Sube, amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres. (Don Quijote de la Mancha, I, 18).
Filed under: A punta de pluma |
Deja una respuesta