Mi amigo —desde la infancia— Juan Sisinio Pérez Garzón, catedrático de Historia Contemporánea, publicó en 2011 una Historia del feminismo (Catarata) que yo compré en seguida y leí atentamente. Libro que aquí tengo otra vez, sobre la mesa; y es posible que lo relea antes de cederlo a un segundo lector (o lectora) que ahora me lo ha pedido.
Fue omisión imperdonable que, cuando lo leí, no le hiciera a su autor ningún comentario, ni amplio ni breve, sobre su concienzudo y documentado trabajo.
La razón de tan afrentosa omisión fue que mi punto de vista personal sobre el tema se desmarcaba bastante de lo que yo consideraba la idea central del feminismo: que la tajante separación de roles sociales entre hombres y mujeres ha convertido a la mujer en la perdedora, cuando no en la víctima, y al hombre en el beneficiario.
La separación de roles en las sociedades primitivas eran explicables desde la lógica de la protección de la especie: en una especie de animales mamíferos, la hembra, portadora de mamas para amamantar a las crías, se queda en el refugio o en sus aledaños, con sus cachorros, para ponerse a resguardo en cuanto se aviste algún peligro; y el macho, de mayor fuerza física, se organiza para la caza que se convertirá en el alimento, o para la batida que hostigue a un enemigo.
Pero yo no consigo ver que esa arcaica separación de roles haya dado más ventajas a los machos que a las hembras. ¿Cuántos miles de machos han perdido la vida en explotaciones mineras, desde que en el mundo existe la minería, o a consecuencia de enfermedades contraídas en ellas? ¿Y cuántas hembras? ¿Cuántos miles de jóvenes machos perdieron la vida en el desastre de Annual, en dos o tres días de julio de 1921? ¿Y cuántas hembras?
La evolución de las formas de vida de esta especie de mamíferos (principalmente en los dos últimos siglos, con la revolución industrial y el rápido desarrollo tecnológico) ha hecho cada vez más innecesaria e inconveniente la estricta separación de roles, y más provechosa la convivencia y la colaboración. La crianza y educación de los hijos es responsabilidad compartida del padre y de la madre, la economía y manutención del hogar es necesidad compartida igualmente por los dos.
Por otra parte, continuamente constatamos que esta especie a la que pertenecemos no es una especie angelical. Sí: es capaz de sacrificios altruistas hasta el heroísmo; pero también de actos criminales, abominables. Y para estos últimos (no sé si también para los primeros) tiene ventaja el que posee la mayor fuerza física.
Pero en las sociedades modernas, con el desarrollo tecnológico, también ha ido creciendo y desarrollándose otro factor importantísimo: el Estado y su monopolio de la violencia. En el segundo ejemplo que pusimos más arriba, el del desastre de Annual, esos miles de jóvenes españoles, salvo unos pocos de la oficialidad y los mandos, no fueron voluntarios al matadero del norte de África: los llevó a la fuerza papá Estado.
Un individuo de la especie humana puede hacer mucho bien y también mucho mal. El Estado, dotado de una fuerza incomparablemente mayor, puede hacer muchísimo bien, pero también muchísimo daño.
En general, a pesar de los horrores que cada día leemos en la prensa, las sociedades humanas han evolucionado bien: hacia una mejor convivencia. Pero Papá Estado (como muchos padres y madres con un sentido pervertido de la crianza y la educación de su prole) tiende a infantilizar a los ciudadanos (¡y ciudadanas!); a hacerlos incapaces, inmaduros y permanentemente dependientes. Porque cuanto menos poder legítimo administren los propios ciudadanos, mayor poder detentará el Estado.
Ante la lacra de los maltratos y abusos machistas que sigue azotando incluso en las partes más desarrolladas y civilizadas del mundo, ¿por qué no se llevan a cabo campañas para optimizar la capacidad de autodefensa de las mujeres?
En la literatura reciente, dos personajes femeninos han seducido a infinidad de lectores (¡y lectoras!) con su amplia gama de capacidades para la defensa y el ataque (al margen de las leyes vigentes, por supuesto): la Lisbeth Salander de Larsson y la Aomame de Murakami. Ojalá las dos sean, durante el tiempo que haga falta, un estímulo para la autodefensa de las mujeres y una advertencia para las torpes tentaciones de algunos hombres.
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Existen hombres malos, hombre buenos, mujeres buenas, mujeres malas.
Existen hombres buenos que son incapaces de alejarse de una mala mujer, existen mujeres buenas incapaces de alejarse de un mal esposo.
El «autoetiquetarse» como feminista es algo que creo que fomenta el machismo. Un machista no dice: «soy machista, pertenezco a un movimiento», lo han etiquetado. No creo en el machismo, creo que hay hombres malos, simplemente.
Como siempre, los extremos no traen nada bueno, y el feminismo no iba a ser una excepción. Todo el mundo sabe lo que es bueno y lo que es malo, y el cambio viene primero desde un@ mism@.
He hablado con hombres «machistas», y mujeres feministas. En ambos casos, tercos dialogantes, y personas en donde ese machismo o ese feminismo no es sino otro síntoma más, y no una causa.
¡Cuántos términos inútiles que nos marean!, con lo poco que se necesita para disfrutar de una buena cesta de naranjas.
Defensa, ataque, y nadie se da cuenta del auténtico problema… Son los mismos que, cuando ven a un niño con síndrome de Down, arrugan la nariz y achican los ojos, diciendo con una sonrisa lastimosa: «oh, pobrecito». No saben cuánto ignoran.