Una vez más sentado en el gabinete quirúrgico del dentista. El que me va a atender es un profesional de mi confianza, al que acudo desde hace ya muchos años. No tantos como para que todavía tuviera mis dientes y muelas en buenas condiciones. Ya los tenía en un estado peor que mediano.
Entonces, cuando acudí a él por primera vez, tenía la clínica mirando al puerto a través de grandes ventanales. Ahora la tiene frente al parque. Mientras aguardo sentado en la silla de operaciones, apenas unos minutos, la vista de los árboles del parque y la música relajante que impregna el ambiente me sitúan en una disposición anímica que, o bien me duermo, o pido papel y lápiz y escribo unos versos (nunca llevo conmigo utensilios de escritura).
Entonces recuerdo que, en aquellos primeros tiempos de acudir a este dentista, le dediqué y regalé un poema. Un poema cuya copia no conservé y del que sólo recuerdo algunos versos, entre ellos un endecasílabo que le tomé prestado a don Francisco de Quevedo.
Antes había pasado por una etapa de regalar versos y quedarme con la copia; algo que al cabo de cierto tiempo consiguió que me sintiera mezquino, y dejé de hacerlo. Y si el obsequiado no encuentra, para mi regalo, ubicación mejor que el cubo de la basura, pues allá él y mi regalo.
En los últimos años, la verdad, no he tenido ocasión, o ganas, de hacer entrega de este tipo de presentes. La hago aquí, en este blog, para quien los encuentre y quiera llevárselos, con la satisfacción, además, de que siguen quedando aquí, todo lo inagotables que se quiera, para futuros visitantes.
Ahora, ya han pasado los minutos de relajación previos a la intervención. Entra el doctor y ya no toca escribir sino abrir la boca y estarse callado.
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