Los paisanos que tienen más o menos mi edad, se criaron, como yo, en el franquismo y en el nacional catolicismo.
Un dogma de aquéllos con los que se nos educó, fue el de la indisolubilidad del matrimonio: «Lo que Dios ha unido no lo separe el hombre», «Hasta que la muerte nos separe».
Más tarde, cuando ya éramos adultos y Franco había palmado, nos unimos, entre otras ideas sociales, a la de la necesidad de legislar el divorcio. Pero todavía nos parecía que, si los dos que habían constituido la pareja eran personas con edad y formación suficiente, los divorcios no pasaría de casos excepcionales y, por tanto, estadísticamente muy minoritarios.
Ahora vemos, sin embargo, cómo ha cambiado el mundo en que vivimos. Las jóvenes parejas son renuentes a contraer cualquier tipo de matrimonio, civil o religioso, se separan con una frecuencia pasmosa, incluso cuando ya han traído hijos al mundo; y, en fin, los que antes fueron firmes lazos familiares, ahora no son sino hilos de chicle o plastilina que se rompen con un suave tirón.
Es verdad que convivir con una persona por la que ya no se siente un profundo afecto puede convertirse en una tortura insoportable. Pero puede ocurrir que el problema sea previo. Nunca hemos sentido un profundo afecto por esa persona a la que nos hemos unido y, a las primeras dificultades, ya queremos echar a correr sin volvernos para mirar, siquiera una última vez, lo que dejamos.
Querer requiere aprendizaje, tiempo, esfuerzo y, con frecuencia, dolor.
En la etapa de la adolescencia, el tiempo de la convivencia en pandilla tiene que dar paso a una toma de conciencia de la vida personal en radical soledad, a una ruptura voluntaria del cordón umbilical que nos proporciona seguridad y protección.
Radical soledad en la que el individuo aprenderá, en primer lugar, a quererse a sí mismo, a emitir ese grito íntimo: «¡Estoy vivo, y tengo derecho a estarlo!».
Desde ese amor propio, el individuo comenzará a tejer su propia red social, donde, en cualquier momento, aparecerá otro individuo con una capacidad de atracción que hace superar cualquier obstáculo.
Si ese encuentro resulta exitoso y se confirma como una relación de pareja, lo más probable es que ésta sea estable, duradera, firme, mutuamente enriquecedora y fortalecedora, capaz para la crianza, satisfactoria.
Pero, ¿qué tenemos ahora? Incapacidad para el sufrimiento o la frustración, debilidad, encuentros ocasionales o circunstanciales, abandono, casas por goteras por todas partes. En suma, una sociedad líquida.
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