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Muchas vidas

Creo que fue en Gonzalo Torrente Ballester, en aquellos «Cuadernos de La Romana» que publicaba en el diario vespertino Informaciones, donde leí por primera vez que cada uno de nosotros es una sucesión de continuas muertes, «somos un reguero de cadáveres». Como yo era entonces muy joven, apenas un estudiante universitario repleto de energía, la idea me impresionó. Tanto que nunca me ha abandonado, y siempre la he recordado asociada a la figura de Torrente Ballester.

Nos pasamos la vida eligiendo entre varias opciones. Y, cada vez que elegimos, renunciamos a una o a varias. Opciones que podrían haber desarrollado nuestro potencial humano en una determinada dirección, que nos podrían haber convertido en un individuo distinto, quizá mejor, pero que quedaron reducidas a vías muertas, a cadáveres de un impulso frustrado.

Pero es que la vida, no sólo la vida humana, se desarrolla con ese empuje de partida, con ese potencial, para contrarrestar con creces los obstáculos que sin duda tendrá que afrontar. Cualquier árbol produce mucha más madera que la que necesita para sostener sus frutos,  muchas más semillas que las que llegarán a convertirse en otro árbol.

Cuando llegamos a mayores y miramos hacia atrás, podemos ver las sombras de muchos yoes que quedaron abandonados, abatidos, cadáveres en el borde del camino. Y quizá se nos presente la tentación de dejarnos invadir por la melancolía. Sólo hemos vivido una vida, y quién sabe si no ha sido una de menos plausibles entre tantas que fueron posibles.

Apartemos la melancolía, que no tiene tanta justificación como parece. Cualquiera de nosotros, que con salud suficiente nos hemos plantado en la etapa de la jubilación, no ha vivido una sola vida, sino muchas, muchísimas vidas. Y harían falta muchos, muchísimos volúmenes de autobiografía para contarlas. Ello así incluso cuando nuestra memoria ha enflaquecido bastante, lo propio de la edad. Hemos vivido muchas vidas.

Hemos tenido una vida infantil. ¿Una? No; varias: la de la relación con nuestros padres o tutores, la vida doméstica u hogareña —que no es la misma que la anterior—, la de nuestros miedos íntimos, la vida de colegiales, la vida libre de los muchos ratos con colegas por el pueblo o por el barrio.

Hemos tenido una vida adolescente. Una no, varias: una vida sexual adolescente, la de las dudas sobre nuestro sexo y el opuesto, la de los asombros ante nuestro cuerpo y su evolución descontrolada, la de los placeres secretos o compartidos, la de las dudas sobre el espacio que puede abarcar la dignidad, sin llegar a despeñarse en el ridículo.

Hemos vivido una vida académica, que evolucionó desde la escuela primaria, o la escuela unitaria del franquismo, hasta el fin de la etapa universitaria. No una, sino muchas vidas académicas.

Hemos vivido unas cuantas vidas amorosas, con distintas intensidades, duraciones, satisfacciones e insatisfacciones; unas cuantas vidas laborales —en el campo, en una destilería, en la construcción de un polideportivo, en un vivero—…

¡Para qué seguir! Si no acabas de convencerte, amigo lector coetáneo, de que eres un hombre rico y afortunado, allá tú. Yo creo que sí lo eres, como también lo soy yo.

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