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Fernando aramburu

De Fernando Aramburu he leído tres libros (poco, para su ya extensa producción): Los peces de la amargura (2006), Años lentos (2012) y Patria (2016). Los tres me han acojonado de lo buenos que son. Aunque confieso también que un cuarto libro, cuyo título no diré, aun pareciéndome bueno o muy bueno, me cansó después de las cien primeras páginas, y abandoné su lectura.

De los artículos periodísticos que de Aramburu he leído, antes en El País y ahora en El Mundo, no llevo la cuenta.

Casi siempre ocurre que no podemos, por alguna razón, leer libros que nos atraen. En estos casos suele ser un consuelo bastante eficaz leer algún que otro artículo de ese escritor razonablemente preterido: si es bueno en el texto largo, es lógico que lo sea también en el texto breve.

El de ayer de Fernando Aramburu en El Mundo es así de bueno y más. Yo no voy a ser tan tonto como para hacer aquí el enlace, porque entonces los millones de lectores que tiene este blog se van a pasar en bloque a Fernando Aramburu y van a abandonar para siempre el campo abierto —y árido— de Certe patet.

No obstante, voy a hacer una concesión a los certepáticos lectores: les voy a copiar aquí tres párrafos seguidos de este todavía caliente artículo de Aramburu, que se titula Elogio del aburrimiento.

Se ve que Aramburu no estaba muy satisfecho con su profesión de docente. Por su edad, seguramente le tocó ser un alumno de BUP y COU, una época y un sistema educativo bastante diferente de lo que vino después, fuera en España, en Alemania o en Estados Unidos. Los «hijos de la jartura» se crían de otra manera. Leed La buena lluvia sabe cuándo caer, el excelente libro de memorias de Anchee Min, dos años mayor que Fernando Aramburu y casada en segundo matrimonio con un profe de instituto estadounidense, y verán cómo las vivencias y la visión de la docencia en secundaria de este profe americano coinciden con las de nuestro donostiarra (seguramente, ya algo alemanizado por el amor).

Copio:

Por los días en que daba clases se hablaba mucho de la pertinencia de motivar a los alumnos. La palabra motivación era el bebedizo mágico con el que obrar todos los días, en el aula, maravillas pedagógicas. Al alumno había que hacerle la enseñanza atractiva. Las matemáticas debían saberle a fresa; la física y química, alegrarlo como un número de circo. El alumno no debía aprender por obligación, sino por curiosidad natural. Incluso había programas educativos que postulaban la flexibilidad máxima de las actividades. El alumno llegaba a clase y, ante la oferta de tareas, podía escoger la que le hiciese tilín.

Daba la casualidad de que los niños no vivían en la escuela. Por las mañanas llegaban al aula determinados por ciertos hábitos no siempre constructivos y rara vez conformes con el plan escolar de convivencia y trabajo. Muchos de ellos tendían a prolongar dichos hábitos en las horas lectivas. Y así, atiborrados de televisión, años después de consolas de videojuegos, Tamagotchis y lo que fuera que estuviese de moda (hoy día lo ignoro, pues cambié de oficio), el alumno mostraba pulsiones claramente adictivas, era incapaz de concentrarse en nada y enseguida se cansaba de los recursos motivadores del frustrado profesor, convertido en una especie de camarero o sirviente de los niños. El resultado no era el previsto por las directrices. Al final, el alumno detestaba el colegio con ardor tan sostenido como el de los chavales de mi época, sometidos por regla general a una férrea disciplina.

Creo que las autoridades educativas harían bien en introducir clases de soledad en los colegios. Serían económicas. Ni siquiera precisarían de personal docente especializado. Aprender a estar a solas y en silencio con los propios pensamientos es un arte que no todo el mundo domina. Y, sin embargo, en dicho arte radica uno de los antídotos más efectivos contra el aburrimiento, la ansiedad, las actitudes gregarias y la falta de iniciativa.

Como decimos por aquí, «ustedes veréis».

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