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Un olivo milenario

El arte narrativo está, necesariamente, regido por el principio de verdad suficiente: el lector o espectador, desde una actitud colaborativa, tiene que encontrar creíble y no absurdo lo que está leyendo o viendo.

En el cine histórico, un director (si no está construyendo una parodia humorística) no se puede permitir anacronismos que provoquen a algún historiador y le inspiren una crítica demoledora. Por ejemplo, a Ridley Scott, cuando se estrenó en España, El reino de los cielos, le dieron hasta en el carné, por unas cuantas de esas incoherencias.

Sin embargo, cuando se trata de rodar una escena que muestre alguna tarea agrícola, casi nunca, me da la impresión, los directores son tan escrupulosos. Deben de suponer que los historiadores van al cine, pero no los patanes que trabajan en el campo.

No quiero extenderme mucho en este tema, entre otras razones porque creo recordar haberlo tratado ya aquí en alguna ocasión; pero bueno, algo más diré.

Anoche nos pusieron en la 1 de TVE, El olivo, de Icíar Bollaín, que me pareció una película estupenda y meritoria y digna.

Pero cuando uno ve cómo la excavadora levanta una tierra absolutamente seca -se rodaría en riguroso verano mediterráneo-, y cómo la grúa levanta el olivo milenario, con la escueta peana al aire libre, sin haberle construido previa y meticulosamente el soporte del imprescindible cepellón, a uno le entran ganas de parar la reproducción para proclamar el fraude: así no se trasplanta un viejo árbol, y menos un árbol milenario, y menos para transportarlo a saber a dónde, al quinto coño más o menos, adonde, para llevarlo, haría falta, no un tráiler, sino un transporte especial montado ad hoc.

Sin embargo el olivo milenario aparece en ese lejano lugar, diez o doce años después del trasplante, frondoso y escueto; y bajo techo: sería para protegerlo de la lluvia o del viento. En fin, que no cuela.

Pero, ya digo, la peli me gustó bastante.