Formado, pues, que hubo de la tierra el Señor Dios todos los animales terrestres y todas las aves del cielo, los trajo al hombre, para que viese cómo los había de llamar; y, en efecto, todos los nombres puestos por el hombre a los animales vivientes, ésos son sus nombres propios.
Génesis, 2, 19
Comienzo mi entrada de hoy con esta cita porque, al recordar lo que fue mi comienzo como estudiante, en ese primer curso que menciona el título, lo que hice fundamentalmente fue aprender nombres, vocabulario (y gramática): doble vocabulario, latino y español.
Claro que no partía de cero: con doce años, es natural, hablaba y entendía; pero el ritmo del aprendizaje se disparó. Con disciplina absoluta. Todos los días comenzaban, a las 7:00, con misa y sermón en la capilla; y al acabar la misa, antes de desayunar, íbamos directos a clase, donde teníamos que escribir nuestro resumen del sermón en una octavilla; y el rector, que oficiaba la misa, los leía todos.
Conocer es poder nombrar, saber es poder decir y escribir. La viñeta de El Roto, la de hoy, en El País, me ha hecho recordar el refrán de que “por la boca muere el pez”. Pero, en contra del mensaje del refrán, por la boca no muere el hombre, sino que vive: tanto por el alimento que toma como por la palabra que lo expresa y comunica. Y somos tan ricos, no según cuanto dinero tengamos, sino según cuanta porción de la realidad del mundo nos hayamos apropiado mediante la lengua, o, mejor, mediante las lenguas, pues la capacidad humana del lenguaje no está limitada por naturaleza al idioma materno, al contrario, en los periodos primeros de la vida, el niño y el joven tienen una gran facilidad para adquirir otros idiomas.
El niño y el joven. Después, si se vive lo suficiente, se llega a esa edad en la que lo que se posee es una tendencia general a la desposesión, al olvido. Pasamos del juanramoniano “nombre exacto de las cosas” al también juanramoniano “¿cómo era, Dios mío, cómo era?”.
Así es nuestra vida.
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