En el entierro de nuestro querido Niki (Agustín LM), enredado entre un grupo de amigos que entraban a la iglesia para asistir a a la misa “de corpore insepulto”, decidí mantenerme en el grupo y asistir yo también, de libre oyente.
En muy pocas ocasiones he entrado en la iglesia de mi pueblo en los últimos ¡cincuenta años! Cómo pasa el tiempo. A lo que iba: todo lo que vi me gustó: la limpieza, el brillo, la ornamentación, la iluminación, la imaginería, los feligreses, el cura y su sermón, los cánticos -voces femeninas: los hombres se abstienen, y sólo alguno se atreve medio en sordina-.
Y las lecturas. La primera -antes se llamaba epístola, supongo que ahora también- era un pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles, del capítulo 25. El cura, en su homilía, relacionó este episodio de la vida de San Pablo -y no como un hallazgo propio y personal sino como una conclusión doctrinal consolidada- con el nacimiento de Europa y de la cultura occidental.
San Pablo, en su condición de judío, de cives romanus y de poseedor de la cultura griega, aunaba en su persona los tres componentes básicos del hombre occidental: el filósofo amante de la verdad, el sujeto de derechos y deberes que son inviolables en la comunidad, y el creyente que trasciende con su fe las limitaciones de la vida humana.
En fin, que no me reconvertí al catolicismo en la misa de cuerpo presente del Niki, pero casi.
Alguna crítica, no obstante, habré de hacer, para que no todo sean elogios. Se nota todavía demasiado en la iglesia de mi pueblo -y en la Iglesia- la falta de igualdad entre hombres y mujeres, éstas siempre en funciones subalternas, por muy necesarias que sean. ¿Qué espera la jerarquía eclesiástica para elevar mujeres al sacerdocio, para abolir el celibato sacerdotal?
Bueno, Niki, tú a lo tuyo: a descansar en paz y a esperarnos sin impaciencia.
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