La mía no me castró,
pero le faltó muy poco.
Reinaba con un sofoco
que le entraba cuando no
se la obedecía. Yo
la obedecí, hasta que un día
me revolví: “Madre mía,
ya no te obedezco más.
Hablas, callas, vienes vas…
Yo eché lo que me impedía”.
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